Pablo Neruda: poeta del sur y del mundo
Cuando pisé por vez primera Donostia, lo primero que hicieron mis anfitriones, en punto del mediodía, fue llevarme de pintxos, esas pequeñas creaciones que se comen de pie en la barra y acompañan con cerveza, sidra, txakoli, el vino regional que en aquél entonces no era tan sofisticado como hoy y mejor se pedía crianza o rueda. Fuimos de bar en bar, “como dicta la tradición”, me dijeron. Tenía tanta hambre, que comí todo lo que se cruzó por mi camino y cuando solo pensaba en postre y café, anunciaron que la aventura apenas comenzaba. “Tenemos reserva en un restaurante”. La frase rompió mis esquemas.
El menú era lo típico: dos entradas, pescado y chuleta a la brasa y pantxineta, el postre de toda la vida. Rematamos con gintonics: ginebra, tónica y limón, el broche de oro de los ágapes de esta tierra. Fue así como supe que ir de pintxos y luego comer o cenar es el ritual gastronómico, la manera de socializar y profundizar en las relaciones. Y para un extranjero, sumergirse de lleno en la cultura.
La experiencia me marcó. En apenas unas horas este pequeño enclave entre mar y montaña me desveló su identidad y esencia, pasión por el pan, sacó a relucir su riqueza marina: merluza, anchoa, sardina, bonito, atún, centollo, langostino. Me susurró que la parrilla está en su ADN desde hace siglos y que huerta y granja, el contacto con el productor primario, la temporalidad y la inmediatez eran el discurso que hasta hoy prevalece y entona con fuerza ante los nubarrones que se ciernen en el paisaje gastro: la desaparición a cuentagotas de bares emblemáticos por falta de personal, cambio generacional, bulos de lugares que usan empresas de catering para elaborarlos…
Ante la situación y para que la costumbre de ir de pintxos prevalezca y conscientes de que todo se transforma a pasos agigantados, un grupo de entusiastas y dueños de lugares emblemáticos creó el Instituto del Pintxo de Donostia/san Sebastián, una entidad sin ánimo de lucro, que acaba de lanzar la Guía 2024. Además de reseñar la historia de la también denominada ‘cocina en miniatura’, que cuando es el sumun se califica como ‘alta cocina en miniatura’, data de las primeras décadas del siglo pasado, habla del decálogo para evaluarlo. Lo primero, que sea sabroso, despierte ganas de comer uno tras otro, empuje a regresar al establecimiento y, evidentemente, visitar otros. Es decir, que la experiencia de degustarlo desate una ola expansiva mundial. El tamaño sí importa, dicta otro de los mandamientos: se come en apenas unos cuantos bocados. Igualmente se califican la personalidad, la creatividad y el compromiso con el producto. Debe estar salpicado de vanguardia, exhibirse en barra donde reine la frescura, prepararlo al momento y servir con profesionalidad. Asimismo, es obligación informar al cliente sobre ingredientes y precio.
El Instituto valoró unos 300 bares, tabernas, restaurantes, de los cuales, 53 aparecen en la Guía. “Los evaluadores son anónimos”, suele destacar su presidente, Jesús Santamaría. Las calificaciones van de una a tres Barandillas. Con una hay 14, con dos, 4. “La categoría de las tres, llegará”, promete Santamaría. Obtenerlas es ir más allá, como por ejemplo, debe existir un compromiso de sostenibilidad, una carta de vinos muy trabajada, etc.
La Guía, que ya se vende en diversos lugares, se presentó en un día soleado con cielo en tonos azul bebé y en la terraza del Atari, un hotel frente a la Basílica de Santa María en medio del casco histórico, corazón urbano que algún día resurgió de sus cenizas tras un incendio devastador hace dos siglos y que hoy celebra la vida volcada a ser referente internacional de gastronomía, turismo, belleza y por supuesto, deliciosa artesanía gastronómica en miniatura.