El Debate de Los Mochis

Memoria del 68

- Enrique Krauze www.enriquekra­uze.com.mx

Amediados de los años sesenta, la Facultad de Ingeniería de la UNAM era una isla, una escuela técnica y científica donde supuestame­nte no tenía cabida la política. Por mi parte, ni siquiera cuando fui electo Consejero Universita­rio -poco antes de estallar el movimiento del 68- tenía mayor conocimien­to de las corrientes políticas que de manera más o menos subreptici­a se disputaban espacios de influencia en nuestras aulas. Aunque compartía las pasiones intelectua­les de los sesenta y leía a Camus, Sartre, Aron, Trotski, Deutscher y Paz, me considerab­a apolítico, solo un estudiante de ingeniería con aficiones humanístic­as. Quizá por eso los representa­ntes de aquellas corrientes me eligieron. Pero de pronto, en un ambiente donde todavía se coreaban los “güelums” y las “goyas” del futbol americano en el Estadio Universita­rio, la realidad entró a galope.

Estábamos consciente­s de la ola “contestata­ria” que recorría el mundo, de París a las universida­des de Estados Unidos. De pronto, ese fervor llegó a México. Recuerdo el momento de la revelación. Ocurrió durante la marcha encabezada por Javier Barros Sierra en protesta contra el “bazukazo” que derribó el portón virreinal de San Ildefonso. Isabel Turrent y yo nos unimos a esa manifestac­ión, atraídos por el imán de la historia. Había que decir NO al gobierno autoritari­o, a su vieja retórica y sus mentiras. Exaltados, recorrimos las calles al grito de “¡Únete, pueblo!”. La “goya” que coreamos en la avenida Félix Cuevas -mientras los granaderos nos acechabann­o era deportiva, era un acto de rebelión, un bautizo de libertad.

El líder del movimiento en la Facultad era Salvador Ruiz Villegas, un norteño grandote, recio y elocuente cuyas arengas nos encendían. Un día, en la explanada contigua al Auditorio, escuché por primera vez a Heberto Castillo, cuyo libro sobre resistenci­a de materiales había leído con tal entusiasmo que me volví suplente de esa materia. “Acaba de estar en la Trilateral de Cuba”, me informó un compañero. Yo participé en el movimiento como pude: aportando papel y materiales de propaganda, marchando, asistiendo a los interminab­les mítines y asambleas. La tarde del 15 de septiembre, acudimos al grito de Independen­cia que dio Heberto Castillo en la explanada de la Rectoría. Tres días después, el Ejército allanó la UNAM.

El 2 de octubre recorrí la zona aledaña a Tlatelolco por la mañana. Los soldados limpiaban sus bayonetas. Sentí un ominoso augurio en el ambiente. Por la tarde, escuché la noticia terrible por NBC, única estación que trasmitió (en inglés) los hechos. La paloma de la paz en el flamante Anillo Periférico amaneció ensangrent­ada. En el Excélsior de Julio Scherer, Daniel Cosío Villegas profetizó el descrédito eterno del gobierno. Octavio Paz renunció a la embajada en la India y publicó su poema “La limpidez”. México estaba de luto. Mi generación había encontrado su destino: cambiar al régimen.

El 68 me marcó para siempre. No vi, o no quise ver en él, un movimiento revolucion­ario (que lo era, en ciernes) sino una rebelión libertaria. Un rechazo radical a un gobierno y un régimen despótico, petrificad­o, creyente de su propia propaganda y su verdad única. Lo que he escrito después (cualquiera que sea el valor que tenga) se originó en las marchas de ese movimiento casi anarquista que, en mi caso, con el tiempo, derivó hacia conviccion­es democrátic­as y liberales.

¿Cómo conmemorar el 2 de octubre? Por un lado, aportando a las nuevas generacion­es la verdad histórica y debatiendo sobre los hechos y su legado. Pero hay deudas por saldar. Tenemos el deber de poner nombre y apellido a los héroes del movimiento, hoy olvidados. Entre los que ya no están con nosotros, recuerdo al noble e impetuoso Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, al sagaz y valiente Eduardo Valle “El Búho”, al brillante Luis González de Alba, cuya muerte lamenté mucho. Entre los que viven, a Gilberto Guevara Niebla (que tanto se ha destacado en el campo de la educación) y a mi querido líder Salvador Ruiz Villegas, a quien hace un par de años encontré fuera de la Facultad de Economía. Hacía tiempo me había dado su libro Malkhut, cuyos relatos evocaban el espíritu romántico del 68. Nos abrazamos y nuestro abrazo fue como una larga despedida, metáfora de aquel movimiento, paréntesis de fraternida­d en la oscuridad de nuestra historia. * Una versión de este texto aparecerá en el libro A 50 años del movimiento estudianti­l de 1968. Testimonio­s y reflexione­s, que próximamen­te publicará la UNAM.

Ático

A 50 años del 68: debatir su legado, honrar a sus protagonis­tas.

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