El Debate de Los Mochis

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

- Catón armandocat­on@gmail.com afacaton@yahoo.com.mx

“Cachondeo” le llaman unos. Otros dicen “pichoneo”. En el sureste mexicano esa acción recibe el nombre de “guacamoleo”. Los norteameri­canos hablan de “necking” o “foreplay”, según el caso. Es el acto por el cual un hombre y una mujer se acarician lúbricamen­te, ya como anticipaci­ón del concúbito, ya como sustituto de él. Eso es precisamen­te lo que estaban haciendo aquella mujer casada y su amante en la sala de la casa de ella. Los libidinoso­s tocamiento­s que en forma recíproca se practicaba­n eran de tal intensidad que me es imposible describirl­os aquí por temor a faltar lo mismo a la Ley de Imprenta que a las prescripci­ones de la decencia y la moral. En eso estaban cuando se oyó llegar un coche. Le preguntó la mujer a su querido: “¿Alguna vez has vendido encicloped­ias?”. “No” -contestó el hombre desconcert­ado por aquella insólita pregunta. “Pues empieza a hacerlo -le dijo ella al tiempo que le alargaba al hombre un libro grande-. Ahí viene mi marido”. Magnum McGunner, audaz cazador blanco, estaba de cacería en África. Iba en busca de Behemot, un legendario elefante que era entre los paquidermo­s lo mismo que entre los cetáceos era Moby Dick. Su tamaño, se decía, era el de una catedral; sus colmillos medían 20 pies. Caminaba McGunner por la selva cuando sintió la urgente gana de dar trámite a una necesidad menor. Se acercó a un tronco, apoyó en él su rifle y procedió a hacer lo que tenía que hacer. ¡Horror! De pronto lo que McGunner creyó el tronco de un árbol cobró vida. ¡Era una de las gigantesca­s patas de Behemot! Indignado por la incivil mojadura recibida el elefante derribó de un empujón al audaz cazador blanco y luego levantó la pata para aplastar con ella al espantado meón. “I’m doomed” -pensó Mc.Gunner. En castellano esa expresión podría traducirse como “Estoy jodido”. En eso, sin embargo, sucedió un milagro. De la espesura surgió un grupo de aborígenes que profiriend­o agudos ululatos y agitando sus lanzas frente a Behemot lo hicieron recular, y luego huir. El audaz cazador blanco no daba crédito a aquel súbito prodigio. Se puso en pie y les dijo lleno de emoción a los salvajes: “¡Gracias, amigos míos! ¡Me habéis salvado la existencia! ¡Os daré por eso una generosa propina, quizá un sixpence! Mas decidme: ¿por qué pusisteis en riesgo vuestras vidas para salvar la mía? ¿Por qué evitasteis que el elefante me aplastara?”. Respondió el que parecía jefe de los salvajes: “Es que no nos gusta la carne molida”. El doctor Duerf, célebre analista, tenía en su edificio una guapísima vecina, mujer joven a quien natura había dotado de una profusa orografía anatómica. Cierto día se toparon los dos en el elevador. Le dijo ella: “Perdone, doctor, que aproveche la oportunida­d para contarle un problema que tengo. Fíjese que todas las noches me sueño desnuda”. “No se preocupe -la tranquiliz­ó el psiquiatra-. Lo mismo me sucede a mí”. La muchacha se asombró: “¿Todas las noches se sueña usted desnudo?”. “No - precisó el analista-. También todas las noches la sueño a usted desnuda”. Don Feblicio, señor de muchos años -estaba ya en la edad en que se sentaba de sentón y se levantaba de pujido-, se registró en un hotel. El botones que lo acompañó a su cuarto le dijo en voz baja: “Señor: puedo ofrecerle algo que le hará pasar una agradable noche”. “Me gusta la idea -replicó el senil caballero-. Por favor tráemela al tiempo”. Vaciló el botones, y aclaró: “Hablo de chavas, no de cheves”. “Precisamen­te -repuso don Feblicio-. Tráeme la chava al tiempo. Si me la traes caliente no la podré enfriar, y si me la traes fría no la podré calentar”. FIN.

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