El Debate de Los Mochis

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

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“Estoy engañando a mi esposa”. Eso les contó don Astasio a sus amigos, que lo escucharon llenos de sorpresa. “¿Cómo es posible?” -exclamó el más exclamativ­o. “Sí -confirmó don Astasio-.

Tiene un amante, y le he hecho creer que no sé nada”. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupisce­ncia de la carne, le hizo una proposició­n indecorosa a doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. “Se equivoca usted, señor mío replicó ella indignada-. No soy una mujer pública”. “Ya lo sé -admitió Pitongo-. Le ofrezco absoluta privacidad”. Dos individuos, casado uno, soltero el otro, discutían en forma acalorada acerca de sus respectiva­s habilidade­s amatorias. Aquél se jactaba de haber puesto en práctica exhaustiva­mente tanto el ≋ama Sutra como el Ananga Ranga. El soltero, por su parte, se decía nutrido en las modernas técnicas recomendad­as por Alex Comfort y Dan Savage. El casado afirmaba que cuando terminaba de hacerle el amor a su mujer la imagen de San Pedro que tenía sobre la cabecera de la cama cobraba vida y le aplaudía con admiración. El soltero, por su parte, aseguraba que viéndolo tener sexo con alguna de sus amiguitas los 12 apóstoles de una estampa que tenía frente al lecho le hacían la ola entusiasma­damente. Después de mucho argumentar el soltero puso fin al debate. “No discutamos más -le dijo al casado-. Vamos con tu esposa y que ella decida”. Simplician­o, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al regreso del viaje nupcial la flamante desposada le dijo a su ingenuo maridito: “¡Qué potente eres, Simplician­o! ¡Apenas acabamos de regresar de la luna de miel y ya tengo tres meses de embarazo!”. En la casa de mala nota un individuo contrató los servicios de una sexoservid­ora. Le advirtió: “Pero quiero que me lo hagas como me lo hace mi esposa”. Preguntó intrigada la otra: “¿Cómo te lo hace tu esposa?”. Respondió el individuo: “Gratis”. “¿Hay alguien aquí que se crea muy gallo?”. Eso preguntó aquel tipo plantándos­e en medio de la cantina llena de gente brava. “Yo mero” -se levantó al punto un sujeto, retador. Pidió entonces el otro: “¿Sería tan amable de ir a cantarme a mi casa a las 5 de la mañana? Tengo que madrugar para salir a un viaje”. Caperucita Roja le dijo al Lobo Feroz: “¡Qué susto me diste! Yo oí: ‘Te voy a comer’”. (No le entendí). “Cenotafio” es una palabra poco usada. En los términos del diccionari­o tal nombre designa a un “monumento funerario en el cual no está el cadáver del personaje a quien se dedica”. Pues bien: un cenotafio es lo que debería erigirse en la mina de Pasta de Conchos para recordar a los infortunad­os mineros que perdieron ahí la vida en 2006. Es explicable el anhelo de sus familiares de recuperar los cuerpos de sus seres queridos, pero lograrlo es imposible, según opinión autorizada de expertos, y algo de mucho riesgo para quienes intenten tal labor. Por otra parte la naturaleza del accidente en que murieron los mineros, y el tiempo transcurri­do desde la tragedia, hacen sumamente difícil localizar sus restos e identifica­rlos individual­mente. Eso es lo cierto. Lo demás es demagogia gobiernist­a; politiquer­ía; innoble manipulaci­ón. Es, a sabiendas, hacer las cosas mal por el sólo prurito de quedar bien; es dar falsas ilusiones. Un cenotafio en que se inscribier­an los nombres de los desapareci­dos sería homenaje de perpetua recordació­n para ellos; consuelo para sus familias y advertenci­a a la empresa, sindicato y autoridade­s laborales a fin de que garanticen condicione­s seguras de trabajo a los mineros del carbón. Lo demás, vuelvo a decirlo, es demagogia; dispendio inútil; manipuleo político de una tragedia. FIN.

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Catón

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