Obispado en Sinaloa
En 1767, el monarca Carlos III expulsó a los jesuitas del territorio novohispano, que devastó económicamente la región norte de Sinaloa a grado tal que en los años siguientes la villa de Sinaloa prácticamente fue abandonada por su moradores para enrolarse en expediciones de conquista y población en la California.
Con la salida de los jesuitas, Sonora y Sinaloa quedaron bajo la jurisdicción del obispado de Durango, quien envió clérigos a estas regiones para administrar las misiones de la Compañía de Jesús, haciéndolo tan mal que pronto fueron dilapidados sus bienes. Además de malos administradores, los sacerdotes eran de escasas luces intelectuales, muy lejos de los niveles académicos y culturales de los jesuitas, lo que propició una serie de confusiones en su ejercicio.
Con el fin de normar la vida espiritual en la región del noroeste, el visitador general José de Gálvez propone la erección de un obispado, medida aprobada por Real Orden el 10 de agosto de 1769, y por el papa Pío VI el 7 de mayo de 1779. La nueva diócesis cubriría los territorios de California, Sonora y Sinaloa y tendría como sede la ciudad de Arizpe. Sin embargo, fue hasta el 15 de marzo de 1790 cuando se expide la Real Orden para que Pedro Galindo, asesor de las Provincias Internas, estableciera los límites de la diócesis, presentando su propuesta el 28 de abril de ese año.