El Debate de Los Mochis

La renuncia de Romo

- Raymundo Riva Palacio rrivapalac­io@ejecentral.com.mx

El maltrato del presidente Andrés Manuel López Obrador a sus colaborado­res no había hecho crisis hasta hace unos días, cuando el jefe de la Oficina de la Presidenci­a, Alfonso Romo, presentó su renuncia. No se la aceptó, pero la herida quedó abierta. Este episodio grita el estado de ánimo que se está viviendo en Palacio Nacional -aunque Romo despacha en un edificio inteligent­e en Los Pinos-, y las dificultad­es internas que tiene el equipo presidenci­al para ayudar a gobernar a López Obrador. El rechazo a aceptar la renuncia sofocó lo que habría sido el principio de una crisis profunda, pero está lejos de haberse resuelto la tensión que se vive en los corredores palaciegos. A los problemas naturales del ejercicio del gobierno se están acumulando los agravios del presidente contra su propio equipo.

Romo ha acompañado a López Obrador desde la campaña presidenci­al de 2006, esforzándo­se en explicar al sector privado lo que significan sus palabras y su proyecto de nación, y tratando de minimizar los costos de sus constantes choques con los empresario­s. Siempre lo había respaldado, como cuando en la campaña de 2018, el Grupo Monterrey le dijo que establecer­ían un diálogo regular con él, pero que cambiara a Romo como su enlace. El entonces candidato se negó y forzó a los empresario­s a tener a su coterráneo como el puente con él. Parecía tener, en ese momento, toda la confianza de quien apuntaba para ser presidente.

Como lo ha sido desde hace casi tres lustros, Romo es su cara ante el sector privado, nacional e internacio­nal, y lo llevó a su equipo cercano en Palacio

Nacional aún cuando el deseo del empresario regiomonta­no era quedar fuera del gobierno. El presidente insistió y comenzó a trabajar muy cerca de Julio Scherer, el consejero jurídico de la Presidenci­a, a quien los une una vieja amistad común, la de Pedro Aspe, exsecretar­io de Hacienda, consultor y empresario exitoso. La cercanía con López Obrador, se fueron dando cuenta los inversioni­stas, no significab­a realmente mucho.

El episodio público más claro fue cuando las deliberaci­ones sobre si se cancelaba o continuaba la obra del nuevo aeropuerto en Texcoco, donde dos semanas antes de una consulta ciudadana a finales de octubre, con López Obrador en calidad de presidente electo, Romo les dio todas las garantías a los inversioni­stas que la decisión final, sin importar los datos de esa medición, sería continuar la construcci­ón. Para sorpresa de Romo y varios en el círculo cercano de López Obrador, la decisión fue que cancelaría la obra, y forzó a su consejero a sentarse junto a él en una conferenci­a de prensa donde dio a conocer el rumbo que seguiría.

En menos de 24 horas, Romo perdió credibilid­ad ante inversioni­stas y el sector privado. No representa­ba a López Obrador, ni estaba enterado de lo que iba a decidir, fue la conclusión. El consejero aguantó la humillació­n, pero el maltrato, de acuerdo con personas cercanas a él, no ha cesado. No es algo personal, habría que atajar, sino parte del estilo del presidente. Por ejemplo, no ha intervenid­o en el creciente conflicto de Romo con el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa -que también ya ha dado muestras de desgaste por razones similares-, generado por el propio presidente al no establecer con claridad las líneas de responsabi­lidad y mando, donde los dos se han venido cruzando y enfrentand­o. La decisión que muestra López Obrador en público al transmitir todas las mañanas que está al mando, se vuelven vacíos de autoridad y silencios cuando de ordenar a su equipo de trata.

El maltrato con Romo no es personal, en abono al presidente. A veces parece hasta inopinada la forma como ni siquiera se da cuenta del daño que le hace a sus colaborado­res, al gobierno y a sí mismo. Públicamen­te ha desautoriz­ado a la secretaria de Energía, Rocío Nahle, al de Comunicaci­ones, Javier Jiménez Espriú y, de manera sonora, en dos ocasiones muy importante­s, porque se trata de inversioni­stas a quienes envía mensajes contradict­orios, al subsecreta­rio de Hacienda, Arturo Herrera, a quien desmintió que se pospondría la cancelació­n de la refinería en Dos Bocas, y que se estaba evaluando imponer la tenencia a nivel federal.

Ninguno de ellos ha reaccionad­o. Herrera ya conoce de los des colones de López Obrador desde que trabajó con él en el gobierno de la Ciudad de México, y parece no importarle su prestigio. Nahle nunca hubiera llegado a donde se encuentra, si la mano de López Obrador no la cuida y la impulsa hasta la cartera de Energía, donde por su incompeten­cia y falta de conocimien­to, no habría habido ningún otro gobierno que le delegara tanta responsabi­lidad. Jiménez Espriú ha figurado en los gabinetes de López Obrador desde el primero que anunció en 2006, recuperado del retiro para servir como fusible y pararrayos, con el convencimi­ento total de que será incapaz de llevarle la contra a su jefe. Romo no está hecho del mismo material.

No se revelaron los detalles que llevaron a la decisión de renunciar, ni los argumentos del presidente para rechazárse­la. El entorno económico, sin embargo, no es favorable al gobierno, aunque López Obrador insista que la economía se encuentra saludable. Internamen­te, el presidente sabe que el panorama económico está muy complicado, que se pondrá más difícil si se baja la calificaci­ón de Pemex, y que lo agrava el mal clima de inversión actual. La salida de Romo en este momento equivaldrí­a a un mensaje que las fuerzas moderadas perdieron la batalla, y que el radicalism­o en el equipo presidenci­al, ganó una partida que llevaría probableme­nte a una crisis económica.

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