El Debate de Los Mochis

De política y cosas peores

- armandocat­on@gmail.com afacaton@yahoo.com.mx

Afrodisio Pitongo, hombre salaz, libidinoso y lúbrico, invitó a Susiflor a un paseo por el campo. A la vista de las bellezas naturales la linda joven prorrumpió en expresione­s de entusiasmo: “¡Ah, el límpido arroyuelo! ¡Ah, el ameno prado! ¡Ah, la hierba mojada por el rocío matinal!”. “Traigo una cobija” -la interrumpi­ó Pitongo. Desde que estaba yo en la secundaria me apliqué al estudio del inglés. Mi sueño -uno de los muchos que tenía- era conocer el mundo, y para eso necesitaba hablar la lengua inglesa aunque fuera en su versión americana. Me dediqué entonces a aprenderla. Ponía especial atención a las clases de la señorita Sutton, y por las noches asistía a la escuela que establecie­ron los mormones cuando llegaron a Saltillo. A más de eso me suscribí al periódico The Laredo Times, y en las librerías de viejo compraba ejemplares antiguos de The Reader´s Digest. Subrayaba con lápiz rojo las palabras cuyo significad­o desconocía y las consultaba en el Webster. Oí mil veces los discos del curso de inglés de la Hemphill Schools, y vencía mi timidez a fin de entablar conversaci­ón con los turistas norteameri­canos, y de ese modo practicar la lengua. Donde aprendí más vocabulari­o, sin embargo, fue en el libro de Ollendorff, que alguna vez he mencionado aquí. El método de este señor tendía a dotar al estudiante del mayor número posible de palabras. Para eso se valía de una mayéutica sui géneris que consistía en hacer preguntas cuyas respuestas no guardaban relación alguna con lo preguntado. “¿Quién tiene el paraguas del vicario?”. “La cofia de la mucama la guarda el mayordomo”. Y así. Cuando una parte de lo que se dice no tiene relación con otra se cae en el absurdo. “Asistí a un encuentro de poetas surrealist­as”. “¿Cuántos fueron?”. “Noviembre”. Mi querido primo Alberto, médico, hizo su servicio social en un remoto rancho. Una anciana campesina fue a consultarl­o. “Me duele la cabeza” -le dijo escuetamen­te. Tras el correspond­iente examen -la señora tenía fiebre- Beto le dijo que le iba a poner una inyección. Quiso saber la doña: “¿Dónde me la va a poner?”. “En una sentadera” le informó el joven médico. Preguntó en tono beligerant­e la mujer: “¿Y qué chingaos tienen qué ver las nalgas con la cabeza?”. Recordé todo eso cuando oí a López Obrador decir que no usará tapaboca mientras haya corrupción en México. Me pregunté al modo de la anciana campesina: “¿Y qué chingaos tiene que ver el cubrebocas con la corrupción?”. Haya dicho eso en serio el Presidente -en el extranjero ha sido nuevamente motivo de irrisión- o lo haya dicho para distraerno­s de los efectos de la ineficienc­ia oficial en el combate a la pandemia, lo cierto es que su actitud constituye otra vez un mal ejemplo. Alguien debería aconsejar a AMLO que piense en el efecto de sus palabras antes de soltarlas. Don Lumbagio le contó a un amigo que la ciática no lo dejaba dormir. “Así son las orientales” -comentó el amigo, que no entendió bien lo que le dijo don Lumbagio. Luego le recomendó a un sobador que, le aseguró, curaba todo tipo de reumas y achaques similares. Fue con el curandero don Lumbagio y le pidió que le informara en qué consistía su tratamient­o. Explicó el tipo: “Hago que el paciente se tienda bocabajo en un lecho de piedras. Luego bailo sobre sus espaldas una danza de mi tribu. En seguida tomo una estaca y le golpeo con ella los lomos. En seguida le echo encima un balde de agua helada y otro de agua hirviendo. Finalmente lo hago beber un litro de aceite ricino”. Preguntó, inquieto, don Lumbagio: “¿Y con eso se curan los pacientes?”. “Supongo que sí -aventuró el sobador-. Ninguno ha vuelto para una segunda sesión”. FIN.

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