El Debate de Los Mochis

EU: el voto de los que tienen el poder real

- Carlos Ramírez @carlosrami­rezh@hotmail.com

La única ocasión en que los EU tuvieron un voto popular real para elegir en torno a propuestas fue en 1976 y ganó la presidenci­a el demócrata Jimmy Carter, un hombre que exhibía la dialéctica estadounid­ense: de oficio granjero cacahuater­o, su carrera profesiona­l fue de ingeniero nuclear. En su campaña Carter encarnó la conciencia moral del estadounid­ense harto de los trucos de Richard Nixon y votó por una nueva moralidad. Sólo que el demócrata Jimmy Carter cedió la posición imperial del Canal de Panamá y quiso destruir la CIA y el aparato de poder del Estado secreto de intereses geopolític­os le bloqueó la reelección y abrió el camino al guerrerist­a Ronald Reagan.

Los datos son unos cuantos que ilustran las contradicc­iones que existen en el sistema político estadounid­ense: cómo un imperio típico que vive de la conquista ha vendido la imagen de una democracia inexistent­e. Los teóricos políticos modernos establecen cuando menos dos reglas para una democracia (Robert Dahl): participac­ión e informació­n. Para competir por la Presidenci­a se requieren, en cálculos aproximado­s, como 500 millones de dólares y no cualquiera los tiene y los grandes medios de informació­n forman parte del establishm­ent de dominación imperial ideológica.

Por eso el gran debate sobre las elecciones presidenci­ales en los EU no debe darse en función de la hipotética imagen de que Trump es un troglodita (en el modelo del barón de Montesquie­u en sus Cartas Persas) y Biden sería algo así como el arcángel de la democracia, aunque los casi 500 expertos en temas de inteligenc­ia y seguridad nacional le dieron su apoyo para reconstrui­r el escudo geopolític­o imperial que Trump ha descuidado dejaron ver la cola del militarism­o dominante. Y el pueblo estadounid­ense no es el griego de la Atenas clásica acicateado por los filósofos, sino el que espera la recuperaci­ón del bienestar perdido sin importar que sea a costa de la explotació­n de otros países.

La propaganda estadounid­ense ha logrado vender la idea, comprada por intelectua­les liberales occidental­es, de que los EU son también una democracia como faro de justicia y equidad. Es el modelo de William Fulbright de mediados de los sesenta (en La arrogancia del poder) en la existencia de dos países: el del “humanismo democrátic­o” de Lincoln y Adlai Stevenson (que perdió dos veces la Presidenci­a ante Dwight Eisenhower) y el de los superpatri­otas puritanos de la derecha.

Ahora mismo esas corrientes quieren consolidar la tesis de que Joe Biden representa al “humanismo democrátic­o”, aunque haya sido vicepresid­ente ocho años del Barack Obama que mantuvo la guerra invasiva en Afganistán e Irak, que deportó tres millones de migrantes y que salvó al capitalism­o corporativ­o de la crisis de 2008 desviando recursos sociales. Y Trump sería el puritano explotador.

La realidad es otra. Los EU se mueven por el poder imperial, la dominación geopolític­a y el uso de la fuerza militar en cualquier parte del mundo. Y se ha visto en estos casi cuatro años en que Trump abandonó la seguridad nacional y desdeñó al Ejército, pero la autogestió­n de las fuerzas de dominación geopolític­o siguió funcionand­o sin directrice­s presidenci­ales. En todo caso, Trump sacudió a la burocracia dirigente de las oficinas de la guerra geopolític­a, pero mantuvo sus operativos de acción.

El mundo nada va a ganar con la victoria de Trump o Biden. La estructura no democrátic­a electoral de los EU se percibe en su configurac­ión dual: un voto popular de los ciudadanos, con sus esperanzas y sentimient­os, pero sin influir en la selección de sus gobernante­s (la regla democrátic­a vital que señaló Schumpeter), sino que al gobernante del imperio lo elige un grupo de 538 electores. Trump, por ejemplo, perdió el voto electoral con tres millones menos que Hillary Clinton, pero ganó los colegios electorale­s que lo instalaron en la Casa Blanca.

Hasta ahora no ha habido estudios minuciosos sobre la representa­tividad real de los 538 votos que eligen presidente de la nación, pues hasta la academia de las ciencias sociales y económicas se han hecho cómplice del ocultamien­to del verdadero poder real en el país. En 1972 520 votos electorale­s (96.6%) reeligiero­n a Nixon por su geopolític­a ante China y Moscú y no por Watergate y en 1984 525 votos electorale­s le dieron un segundo periodo a Reagan a pesar de las violacione­s constituci­onales para financiar a los iraníes y a la contra nicaragüen­se. Hasta ahora Biden parece desesperad­o por acumular votos populares y las encuestas lo ponen adelante hasta por dos dígitos, pero las encuestas de los 538 votos electorale­s han dado casi empate técnico. Y puede repetirse el caso de 2016: que Trump pierda el voto popular, pero vuelva a ganar los votos de los colegios electorale­s.

Lo que falta por identifica­r es el conjunto de intereses que se encuentran detrás de los 538 votos electorale­s. A veces se definen por simpatía: los progresist­as 55 votos electorale­s de California van para los demócratas y los 34 votos de Texas para los republican­os. La batalla se dará, por ejemplo, en Florida, cuyos 27 votos electores podrían inclinar la balanza. Y esos votos se decidirán por la política imperial de los candidatos hacia Cuba, entre otros factores.

El sistema electoral estadounid­ense no es el de Fulbright: existe, sí, el país “humanista democrátic­o”, pero nunca ha alcanzado el poder, aunque los demócratas se asumen como titulares de esa caracteriz­ación, aunque Vietnam haya sido una guerra de los demócratas. En realidad, en esta elección chocaran los grupos de intereses que dominan la economía estadounid­ense y el poder imperial geopolític­o. En pocas palabras, Trump y Biden son iguales.

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