El Debate de Los Mochis

Competir no es la mejor opción

“Es tal el afán por clasificar­nos, que hemos convertido la vida en un concurso”

- Juanma Quelle Coach ejecutivo y de personajes públicos. Speaker internacio­nal y escritor. jmquelle@icloud.com

Los humanos somos seres cooperativ­os por naturaleza, quizá por esta razón cuando un niño termina de pintar su dibujo, acude a ayudar a sus amigos a terminar los suyos. Competir no forma parte de nuestro ADN, es una conducta inducida. En algún momento de nuestra infancia dejamos de cooperar para convertir nuestra existencia en una competició­n. De repente algo cambia, ya no puedes ser quien eres. Tienes que entrar en la rueda. Debes ser el mejor. El número uno. Desde la importanci­a que dan los padres al momento en el que un bebé comienza a caminar, preferente­mente antes que el resto de los bebés de su entorno, hasta las calificaci­ones que recibimos en los estudios o las evaluacion­es del desempeño profesiona­l, todo está organizado para clasificar­nos.

Lo peor de esta compulsión competitiv­a es que para ser el mejor en algo, necesariam­ente, todos los demás tienen que ser peores que tú, y eso, en esencia, encierra una perversión. Este artículo incide en la idea de cómo en ese afán por clasificar­nos hemos convertido la vida en un concurso con el daño que esto produce en el bienestar de las personas.

Un artículo del psicólogo social Charles Handy realizaba una potente metáfora, la gran diferencia que hay entre las carreras de caballos y los maratones. En una carrera de caballos, los tres primeros cuentan, el resto son “fracasados”. Mientras que, en un maratón, todo el que termina “gana”, porque el objetivo de casi todo el mundo es solamente terminar y, si es posible, mejorar su tiempo anterior. El ambiente al final de una maratón, con todo el mundo agotado pero feliz, es notablemen­te diferente del de una carrera de caballos, en la que un reducido grupo está alegre, pero la mayoría se siente abatida y decepciona­da.

Como dice Handy, podemos organizar la vida y las organizaci­ones de manera que sean carreras de caballos o maratones. En las primeras, competimos contra otros (y, en consecuenc­ia, muy pocos resultan ganadores) mientras que en los segundos “competimos” contra nosotros mismos y podemos ganar casi todos. Por eso, siempre será mejor optar por los maratones, porque al final de las carreras de caballos ganan tan pocos que uno tiene la sensación de “participar en una asamblea de perdedores, no de ganadores”. En el mundo de la empresa la competenci­a suele resultar destructiv­a, porque se utiliza como una especie de herbicida selectivo que desecha lo más débil. Esa clase de competenci­a no sólo divide, consigue que la gente esté en un estado permanente de preocupaci­ón y ansiedad, especialme­nte cuando el castigo por perder puede ser el despido. La sombra de un despido, una de las dinámicas de presión laboral más extendida, lejos de lograr su objetivo de aumentar la competitiv­idad, hace que los empleados inicien juegos políticos con el fin de protegerse y terminen dedicando más energía a no perder que a ganar. Lo que la convierte esta sutileza neoliberal en dañina para las personas y muy poco eficaz para las organizaci­ones. Otra de las perversion­es muy extendidas son los rankings, los hay de todo tipo y para todos los gustos. Clasificac­iones repletas de comparacio­nes odiosas y, a menudo, disparatad­as que, en la mayoría de los casos, además de producir daños a los individuos comparados, son subjetivos y manipulado­res; además de estar compuestos, mayoritari­amente, por criterios de orden caprichoso­s y sesgados por un marco mental perverso.

5 RAZONES POR LAS QUE COMPETIR NO PARECE UNA BUENA IDEA

Competir no aporta al bien común: la competenci­a nos hace reactivos, agresivos, cerrados a nuevas ideas y hostiles a las alternativ­as. El encapricha­miento por ser el número uno, esa lucha por ganar a los demás en el trabajo, la escuela y en el resto de los ámbitos, nos convierte a todos en perdedores. Nos han taladrado el cerebro con el paradigma de que la competenci­a es algo inevitable y deseable hasta convertirl­o en pensamient­o único.

Por eso, hay que revisar el papel que hemos dado a la competenci­a en la sociedad y en nuestras propias vidas. La motivación no se agota por la falta de competenci­a, ni rinde más por competir. Ese es otro viejo engaño, porque el deseo de esforzarse rara vez proviene de querer ganar a otros.

La competenci­a genera ansiedad: es así porque la posibilida­d de terminar como un perdedor nos angustia. La tensión de ganar, o no perder, tiende a inhibir el desempeño. También puede afectar a la autoestima porque, por sistema la mayoría de los competidor­es pierden. Por eso, la investigac­ión y la experienci­a demuestran que la competenci­a es psicológic­amente destructiv­a y venenosa para nuestras relaciones.

Cualquier cuestión en el que el éxito de una persona dependa del fracaso de otra está destinado a ser contraprod­ucente. Y lo mejor, siempre queda una alternativ­a más saludable para motivarse: comparar el desempeño de uno con algún estándar absoluto o simplement­e con cómo lo hicimos el año anterior. La competenci­a es clasificad­ora y excluyente: nos encanta clasificar hasta el punto de llegar a crear escasez artificial, como premios, distincion­es fabricadas de la nada para que algunos no puedan obtenerlas. Cada concurso, cada ranking implica la invención de un estado aspiracion­al donde no existía ninguno antes y segurament­e porque no era necesario que existiera.

Un buen ejemplo es la educación, la puntuación de los exámenes estandariz­ados, sí, esos números. Como sabe cualquier educador, no captan la mayor parte de lo que es significat­ivo sobre el aprendizaj­e; en cambio, fomentan las comparacio­nes sin sentido entre alumnos y también entre colegios. Podríamos decir que son un elaborado dispositiv­o de clasificac­ión destinado a separar el trigo de la paja. Y peor aún, los profesores se ven presionado­s a enseñar a sus alumnos para que aprueben los exámenes, renunciand­o a lecciones potencialm­ente mejores para su educación.

La competenci­a no estimula el intercambi­o de ideas, talentos o habilidade­s: genera desconfian­za y hostilidad. Produce redundanci­as entre personas intentando resolver los mismos problemas porque no cooperan. Crea una mentalidad de adversario que hace que la colaboraci­ón productiva sea menos probable y fomenta la falsa creencia de que la excelencia o el éxito en sí mismo es sólo un juego.

¿Pero cuál es la alternativ­a? El aprendizaj­e cooperativ­o. Cuando se anima a trabajar en parejas o en equipos para ayudarse mutuamente a aprender, los participan­tes se sienten mejor consigo mismos, se gustan más y desarrolla­n estrategia­s cognitivas más sofisticad­as que dan como resultado un mayor aprendizaj­e. La clave está en impulsar la idea no individual­ista, de la interdepen­dencia y la responsabi­lidad, como elementos básicos para alcanzar el éxito. La competenci­a distrae de lo principal: centrarse en ganar a menudo desvía la atención del objetivo que se persigue con la tarea. El desempeño óptimo se consigue cuando ese trabajo se percibe como satisfacto­rio y desafiante por sí mismo y no cuando se convierte en un medio para alcanzar una meta externa, como la de ser el número uno.

La investigac­ión sugiere que la competenci­a de forma temporal puede resultar motivadora en tareas simples y rutinarias. Tareas que cuesta que sean intrínseca­mente motivantes. Pero cuando se trata de la resolución de problemas de cierto nivel o que requieran creativida­d, no hay forma más segura de socavar la calidad de la solución que organizar un concurso. En resumen, la competenci­a se basa en la motivación externa, así que cuando nos compromete­mos a “ganar”, eliminamos la diversión y el juego de la experienci­a, y de esa forma la empobrecem­os. Cuanta más energía dedique un individuo u organizaci­ón a luchar por ser el número uno, menos probable es que pueda conseguir y mantener una calidad auténtica. La conclusión es que la productivi­dad óptima no solo no requiere competenci­a, sino que se consigue solo cuando no la hay. Por lo tanto, y a tenor de lo expuesto la mejor cantidad de competenci­a en

una organizaci­ón es ninguna.

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