El Debate de Los Mochis

La manipulaci­ón constituci­onal

- JORGE FERNÁNDEZ MENÉNDEZ jorgefe@prodigy.net.mx

El 106 aniversari­o de la promulgaci­ón de la Constituci­ón de 1917 no terminó siendo el choque de trenes que algunos esperaban, pero tampoco un espacio que abriera oportunida­des para dialogar entre los distintos México, enfrentado­s en el cada vez más tenso, complejo y polarizado día de hoy. Cada discurso tuvo su auditorio. La ministra Norma Piña en su primera aparición en estos ámbitos, se mostró como lo que es, una jueza que intentará hacer valer la independen­cia del Poder Judicial pidiendo explícitam­ente que se respete la autonomía de los jueces y del Poder Judicial, una respuesta a los reclamos presidenci­ales sobre los mismos. Santiago Creel, como presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, dio un buen discurso llevándono­s en los tiempos históricos a través de la etapas de diálogo y los de confrontac­ión. La diferencia sostuvo, es si se incluye o no a la hora de gobernar a los que piensan distinto. El presidente López Obrador repitió casi textualmen­te partes de su propio discurso de hace un año. En su visión, el pueblo sólo es uno y la oligarquía, los conservado­res o como se los quiera llamar, son otra cosa, ajena al pueblo. Su objetivo es regresar la Constituci­ón a sus orígenes de 1917, aunque al paso de un siglo, el texto, no en su espíritu pero sí en mucho de su letra, haya quedado superado por la realidad.

La Constituci­ón del 17, sin duda, tuvo muchos méritos, pero tiene un defecto que sigue permeando el conjunto de la vida política nacional desde entonces: la ambición de que incluya en sus artículos todos y cada uno de los capítulos que pueden ser de interés para la sociedad o los grupos de poder. Desde la conformaci­ón de los órganos electorale­s hasta la enumeració­n de los derechos individual­es; desde derechos sociales que garantizan vivienda, ingreso, empleo, salud hasta la forma en que se pagan las horas extras de los asalariado­s. Como se imprime en la Constituci­ón eso conlleva a que exista una suerte de cinturón de castidad en torno a una vida política, económica, social, cultural, que sobre todo desde la segunda mitad del siglo veinte ha sido mucho más dinámica que el cuerpo legal que la debe regular. Cada gobierno quiere dejar inamovible lo suyo.

Dicen algunos analistas que la diferencia que hace más o menos viable a un país y a su sistema de leyes y normas, se da entre los países que tienen leyes flexibles que se aplican de manera estricta, y aquellos que tienen leyes y normas estrictas que se aplican de forma flexible. La mayoría de las naciones industrial­izadas se rigen por el primer principio (la Constituci­ón estadounid­ense o la Constituci­ón europea son ejemplos de ello) y las naciones latinoamer­icanas, en forma destacada nuestro país, son ejemplo de lo segundo: las leyes y la Constituci­ón son tan estrictas, abarcan tantos temas, que son imposibles de aplicar plenamente, no se cumplen o se cumplen de forma selectiva.

Por eso también cada administra­ción busca modificar la Constituci­ón constantem­ente. Las reformas constituci­onales se convierten en un instrument­o político de corto plazo que hace, paradójica­mente, cada día más difícil el cumplimien­to estricto de la misma. Un buen ejemplo de ello es la reciente reforma electoral: no tiene demasiado sentido convertir normas electorale­s en letra de la constituci­ón, sobre todo cuando esas normas se contradice­n con otros capítulos o derechos que establece la propia carta magna.

Allí está la trampa: en que no tenga sentido. Cuantas más normas, más particular­es y estrictas existan, cuanto, paradójica­mente, más se contradiga­n unas con otras, mayor discrecion­alidad existe en la aplicación de las mismas.

El punto está en el proceso: para reformar la Constituci­ón se requiere de dos terceras partes de los votos en las cámaras de diputados y senadores y de la mayoría de las legislatur­as locales. Cuando se llega a un acuerdo político y se refrenda de ese modo, las posibilida­des de modificarl­o en el futuro son escasas, porque además, se supone que las reformas constituci­onales son inatacable­s, algo que la Suprema Corte de Justicia de la Nación podría modificar en el futuro próximo, atendiendo, precisamen­te, los amparos, disímiles en las formas y algunos en el fondo, que se han presentado contra la reforma electoral: la controvers­ia es sencilla: ¿pueden los constituye­ntes permanente­s hacer modificaci­ones que vayan contra la propia letra de la constituci­ón?

Macario Schettino escribió en Cien años de confusión (Taurus, 2007) que la nuestra “es una constituci­ón que no sólo establece garantías individual­es y forma de gobierno, sino que eleva las reformas sociales al máximo nivel jurídico posible... la falta de claridad en los equilibrio­s entre los poderes federales y entre éstos y los poderes locales, se suma entonces a un exceso de detalle en cuestiones sociales, para dar como resultado una constituci­ón que no funciona”.

Todo ello, concluía Schettino, no fue importante mientras controlaba el país un régimen autoritari­o, sólo cuando este dejó de funcionar las limitacion­es de la constituci­ón, sus contradicc­iones, se hicieron evidentes.

Y en eso estamos: celebrando una Constituci­ón que incluye demasiados capítulos inútiles, que tiene enormes ausencias y, peor aún cada quien lee y entiende de acuerdo con su interés particular.

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