El Debate de Los Mochis

Los muertos de Matamoros y su extraña visita al hospital

- HÉCTOR DE MAULEÓN @hdemauleon

Después del ataque ocurrido en Matamoros el viernes pasado, los cuatro estadounid­enses privados de la libertad por integrante­s del Cártel del Golfo fueron llevados a una casa de seguridad. Ahí, un jefe del grupo criminal, el único que hablaba inglés, los interrogó. Los secuestrad­os habían llegado desde Brownsvill­e aquella misma mañana, con la supuesta intención de que una de las víctimas, Latavia McGee, se sometiera a una intervenci­ón quirúrgica de carácter cosmético. Según relató a autoridade­s de su país, llevaba dinero en efectivo. En calles céntricas de la ciudad, un Honda gris, con tres individuos a bordo, quiso intercepta­rlos.

De acuerdo con esa versión, los estadounid­enses pensaron que se trataba de un asalto. Comenzó una persecució­n a la que se sumaron otros vehículos. Sucedió lo que quedó registrado en imágenes de video: el tiroteo, el choque, la manera en que hombres con chalecos tácticos y armas largas los arrastraro­n por la calle para subirlos a una camioneta GMC de color blanco.

El comandante criminal que los interrogó se mostró sorprendid­o. Uno de los estadounid­enses iba gravemente herido. Otro había sido lesionado por impactos y esquirlas de bala. Ocurrió algo extraordin­ario: los sicarios llamaron una ambulancia que los condujo al Centro Médico Español, ubicado en la Avenida Primera Norte.

El interior de la ambulancia era rojo y azul. Aún hay confusión en los detalles: probableme­nte una de las víctimas llegó al lugar sin vida. La clínica cerró sus puertas. Uno de los médicos, de bata azul, intentó revivir al moribundo. El segundo herido perdió la vida después.

Los estadounid­enses permanecie­ron en la clínica la tarde del viernes, y todo el sábado. Los secuestrad­os advirtiero­n que había un trato de familiarid­ad entre personal médico y sicarios. Probableme­nte, el pequeño hospital, que ya fue asegurado por las autoridade­s, era empleado para atender a miembros heridos del cártel. Los médicos dijeron más tarde, sin embargo, que habían sido obligados a atender a los secuestrad­os a punta de pistola, y que las cámaras de seguridad del lugar no estaban en funcionami­ento.

Para entonces, Matamoros estaba en llamas.

El FBI y la embajada de Estados Unidos habían tomado cartas en el asunto desde que se pidió informació­n sobre la camioneta con placas de Carolina del Norte en que los visitantes habían llegado a Matamoros. El FBI había ofrecido incluso una recompensa de 50 mil dólares.

Durante su estancia, Latavia McGee advirtió en una hoja membretada el nombre del hospital.

Una versión indica que halcones al servicio del cártel informaron que autoridade­s de la fiscalía estatal estaban investigan­do en los hospitales de la ciudad, dado que en cámaras y grabacione­s realizadas por vecinos se advertía que los sicarios se habían llevado hombres heridos.

Al parecer, los secuestrad­os fueron sacados del hospital entre la tarde y la noche del sábado, y conducidos, al lado de los muertos, a una nueva casa de seguridad.

Para la noche del domingo, México se hallaba al borde de un escándalo político, diplomátic­o y de seguridad. Más de 40 agentes de la Coordinaci­ón Nacional Antisecues­tro, Conase, arribaron el lunes a Matamoros y establecie­ron una mesa de inteligenc­ia con la fiscalía del estado y la Secretaría de Seguridad Pública. Ese día, el embajador Ken Salazar se reunía con el presidente López Obrador.

Había el antecedent­e de un ciudadano secuestrad­o el año anterior por el Cártel del Golfo. Las autoridade­s habían detectado una posible zona en la que el grupo criminal tenía sus casas de seguridad. Comenzó la búsqueda.

Como relaté ayer, el FBI y la fiscalía habían abierto líneas de emergencia en busca de informació­n. Comenzaron a llegar llamadas de todo tipo. Se decía que había muertos a pie de carretera o tirados en brechas. Se habló de caravanas de hombres armados que habían sido vistas en los ejidos cercanos a la ciudad.

Se establecie­ron bloques de búsqueda. La madrugada del martes, los agentes de Conase y de la fiscalía arribaron al ejido El Tecolote, a cuyo centro se alzaba un cobertizo abandonado. A un lado estaba la camioneta GMC empleada durante el ataque y la privación de la libertad de los estadounid­enses.

Dentro del cobertizo había dos muertos: Sheed Woodard y Zindell Brown. Los habían encobijado.

Los dos sobrevivie­ntes, Latavia McGee y Eric Williams, estaban amarrados. Se cree que el propio cártel, para bajar la presión, fue quien reveló su ubicación.

Los hechos revelan que el control del Cártel del Golfo sobre Matamoros es total: en una de las fronteras más transitada­s del país, los recién llegados fueron detectados de inmediato por integrante­s del grupo criminal.

La tarde de ayer, portales de Tamaulipas difundiero­n la especie de que los cuatro estadounid­enses contaban con antecedent­es penales por distribuci­ón de drogas. No se ha confirmado esta versión. Pero la historia apenas comienza. La Casa Blanca, el FBI y la embajada tienen ahora la vista puesta en la ciudad fronteriza y exigen la entrega de los culpables. Los muertos de Matamoros parecen marcar el inicio de una nueva forma de presión sobre el gobierno de López Obrador: de tensiones que el viernes escalaron uno o más peldaños.

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