La tarea de escribir
Siempre me digo que debo escribir sin ninguna prisa y suelo hacerlo en la medida de lo posible, pero a veces las circunstancias me exigen teclear más rápido de lo que acostumbro y lo hago como si tuviera que hacer una carrera de cien metros; aunque de sobra sé que no saldré victoriosa: no podría ganarla, porque lo de la velocidad no es lo mío y llego tarde a todos lados; como ahora en que sólo dispongo de quince minutos para materializar el presente texto y me tomó cinco el pensar sobre el asunto o tema que podría abordar en estas líneas; y hay tantos, aunque justo en este momento no encuentro ninguno que sienta mío o que suscite un auténtico interés en mí. Supongo que esto se nota en la pobreza y el deficiente manejo de la sintaxis que ostento en lo hasta aquí escrito. Todo tiene que ver con que es domingo por la mañana: el día y la hora en que siempre escribo mi insignificante colaboración para este diario. Cierto es también que anoche estuve en una fiesta y cuando eso sucede se vuelve añicos mi endeble ritmo existencial. Es decir, no dormí nada bien y si no duermo al menos el tiempo requerido, mi cabeza se convierte en una enorme piedra y el siempre bello ejercicio de pensar y de sentir no se me da o no fluye como debiera. Esto significa que escribo sin escribir lo deseable, lo que me gustaría y me limito a cumplir con el formato de ir hilando palabras. Un poco como la fiel Penélope, quien, a la espera del errabundo Ulises, tejía durante el día y por lo noches deshacía el trabajo realizado y así retardaba el tener que desposarse con alguno de los muchos pretendientes que la requerían. En este caso yo escribo sin la mayor pretensión o más bien con el único propósito de cumplir con la tarea autoimpuesta.