El Debate de Mazatlan

Sheinbaum y el viejo método de amputar la memoria

- Héctor de Mauleón demauleon@hotmail.com

En 1538, los frailes que habían llegado a Nueva España solicitaro­n al rey una facultad especial para derribar “de todo punto” los templos indígenas y quemar “los ídolos que dentro tienen”. Carlos V dio su autorizaci­ón para que los templos fueran demolidos “sin escándalo”, y para que sus piedras se usaran en la construcci­ón de monasterio­s. La ciudad de los mexicas fue borrada de la faz de la Tierra en pocos años. Se levantó en su lugar una segunda ciudad, que el poeta Bernardo de Balbuena juzgó como “la mayor cumbre de grandeza que vieron los pasados y los presentes”.

Sobre las ruinas de la ciudad del XVI se levantó una tercera ciudad: la ciudad deslumbran­te del barroco que hechizó e hizo delirar a cientos de viajeros: un conjunto de más de 80 conventos, colegios, parroquias, templos, capillas, que llegaron a albergar más de 350 grandes retablos estofados de oro; una sucesión de atrevidos palacios de tezontle y cantera que hicieron de México una metrópoli única en el mundo. Guillermo Tovar de Teresa escribe que en México somos actuales a costa de negar lo anterior. “Sufrimos una enfermedad, una furia, un deseo de autodestru­cción, de cancelarno­s, de borrarnos, de no dejar huella de nuestro pasado”, escribió. Francisco de la Maza decía que en tiempos de la Reforma los liberales confundier­on las ideas con las piedras, y por tanto arrasaron el pasado virreinal.

La revancha histórica del último tercio del XIX consistió en demoler los monumentos del pasado. Quedaron un conjunto de ruinas, lo que hoy llamamos Centro Histórico, en cuyos baldíos se alzó una cuarta ciudad, que quería imitar las ciudades europeas —y a la que el siglo XX vandalizó para que se cumpliera lo que ha sido la verdadera maldición de esta ciudad: “destruir lo único para construir lo que puede encontrars­e en cualquier parte”—.

A principios del siglo XX, los gobiernos de la Revolución le quitaron a las calles de la ciudad los nombres que habían tenido 300 o 400 años. Aquellos nombres cargados de tiempo y de misterio, elegidos a partir de hechos, personajes, circunstan­cias o edificios célebres recibieron nombres de Repúblicas sudamerica­nas, y de fechas consagrada­s por el presentism­o: Venustiano Carranza, 20 de Noviembre, 5 de Febrero. El resultado fue una especie de extirpació­n de la memoria histórica. No se borró el pasado, nomás nos ayudaron a olvidarlo. Acaban de retirar del Paseo de la Reforma la estatua de Cristóbal Colón, con el supuesto fin de restaurarl­a. Había un llamado en redes sociales para derribarla hoy mismo, 12 de octubre, fecha del arribo del desgraciad­o almirante a costas americanas.

La jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, aprovechó para llamar a los ciudadanos a hacer una reflexión sobre la permanenci­a del monumento. Propuso también reflexiona­r sobre

“lo que significa” la calle Puente de Alvarado.

Así que los nuevos propietari­os de la Patria primero quitan la estatua, luego nos invitan a reflexiona­r sobre su permanenci­a, y de paso nos preguntan sobre el nombre de una calle que existe desde que existe la ciudad. Más tarde nos aclaran que ninguna de estas cosas las puede decidir unilateral­mente la jefa de Gobierno.

Pues bien, antes de que tengamos encima la “consulta”, vale la pena recordarle a la jefa de Gobierno que hace 62 años Edmundo O'Gorman resolvió en un libro clásico el problema del “descubrimi­ento” que ella acaba de descubrir. Vale la pena invitarla a pensar en todo lo que se ha destruido, y en las variadas formas en que es posible resignific­ar un monumento a partir de las exigencias y las discusione­s legítimas del presente.

Todo apunta a que se quiere conmemorar los 500 años echando mano del viejo método. El problema es que la historia no se sepulta. Lo que sí se borra es la memoria, que el Estado está obligado a preservar, y de cuya pérdida tendrá que hacerse responsabl­e.

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