El Diario de Chihuahua

De política y cosas peores

- Catón Escritor y Analista político

Ciudad de México.— Permíteme empezar nuestra conversaci­ón diciendo una obviedad. Ya me conoces bien, y sabes por lo tanto que todo lo que digo es obviedad. Tengo Maestría en Simplezas y soy Doctor en Ciencias y Artes de lo Elemental. Esto que voy a decir ahora, sin embargo, es más obvio que de costumbre. Y lo que digo es esto: la vida es un don maravillos­o. Punto. Ni siquiera la más larga vida sería suficiente para agradecer el regalo de la vida. Incluso en la soledad, la tristeza, el desamor o el sufrimient­o debemos vivirla plenamente, exprimiend­o cada hora para sacar de ella lo bueno que nos puede dar y el bien que podemos dar nosotros. No hemos de malgastar la vida en envidias, malquerenc­ias o rencores; en ambiciones necias que a fin de cuentas no llegan a ninguna parte. Nadie conoce el día en que tendrá fin su camino, pero pensar en eso nos lleva inevitable­mente a la meditación. De los años he recibido una enseñanza, la única quizá que me ha quedado después de tanto andar. Te comunicaré ese aprendizaj­e en muy pocas palabras, apenas las estrictame­nte necesarias para decirlo. El arte de la vida consiste en ser feliz y en dar felicidad a los demás. Punto otra vez. Eso hemos de lograrlo sin hacernos daño a nosotros mismos ni causar pesadumbre a nuestro prójimo, sobre todo a aquéllos que viven con nosotros, o cerca de nosotros. Pero aguarda un momento. Me acabo de dar cuenta con alarma de que estoy cayendo en el muy feo vicio de la predicació­n moral. Acepta un mea culpa de mi parte y déjame callar para que sea otra voz la que hable ahora, y no la mía. Sucede que por la red -hablo de una de esas famosas redes de internet de las que tantas cosas malas se dicen, y otras buenas- me llegó un poema dedicado a quienes sufren penalidade­s y dolor por causa de una enfermedad. Ese quebranto es parte de la vida, y se le ve en modos muy diversos. Los creyentes lo consideran una prueba que Dios les manda, un mensaje para acercarlos a él. Quienes no creen lo miran como algo anejo al hecho de vivir, igual que el gozo, y lo afrontan -o tratan de afrontarlo- con ecuanimida­d, con una especie de serenidad civil. En todo caso ninguna vida está exenta de penas. Una de tantas es ésa que arriba mencioné: la enfermedad. De ella habla ese poema, atribuido en el mensaje a Gabriela Mistral, altísima y nobilísima poetisa chilena, ganadora en 1945 del Premio Nobel de literatura y -sobre todo- maestra. Ignoro si en verdad es ella la autora de ese texto -por más de una razón tengo mis dudas-, pero hallé en él palabras que pueden ser consuelo, o al menos motivo de reflexión, para quienes están sufriendo un quebranto del cuerpo. Cierto amigo mío que padecía un mal irremediab­le solía declarar: “Mi cuerpo está enfermo. Yo no”. En medio de la adversidad conservaba su buen ánimo y agradecía el regalo de estar vivo. Con esa misma actitud transcribo el texto del poema a que hago referencia. Dice así: “En esta tarde, Cristo del Calvario, / vine a rogarte por mi carne enferma. / Pero al verte mis ojos van y vienen / de tu cuerpo a mi cuerpo, con vergüenza. / ¿Cómo quejarme de mis pies cansados / cuando veo los tuyos destrozado­s? / ¿Cómo mostrarte mis manos vacías / si las tuyas están llenas de heridas? / ¿Cómo explicarte a ti mi soledad / cuando en la cruz alzado y solo estás? / ¿Cómo decirte que no tengo amor / cuando tienes rasgado el corazón? / Ahora ya no me acuerdo de nada. / Huyeron de mí todas mis dolencias. / El ímpetu del ruego que traía / se me ahoga en la boca pedigüeña. / Ya sólo pido no pedirte nada; / estar aquí, junto a tu imagen yerta, / y aprender, Padre, que el dolor es sólo / la llave santa de tu santa puerta”. FIN.

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