Dividir garantiza ruina
Cuando se analicen los cambios políticos y sociales de los últimos treinta años, la evolución de los medios de comunicación masiva ocupará un lugar primordial. En Estados Unidos, por ejemplo, las familias acostumbraban ver juntas el noticiero nacional de las 6:30 p.m., antes de sentarse a cenar. Las tres cadenas dominantes tenían noticieros ideológicamente neutros, pues igual los vería una familia en California que una en Alabama. Eso cambió.
La cadena Fox descubrió en 1996 que era un gran negocio producir noticieros y programas de opinión centrados en comentaristas con claro sesgo, conservador en su caso, atrayendo audiencias afines. El costo de producción era mínimo, el público numeroso. Años después, MSNBC copió la receta, pero con un sesgo a la izquierda del centro. Las redes sociales acentuaron este fenómeno. Son cámaras de eco donde la gente se radicaliza al leer y hablar sólo con quien piensa como ellos. Si Fox News hubiera existido en Watergate, Nixon quizá hubiera permanecido en la Casa Blanca.
Trump, Erdogan, Boris Johnson, Viktor Orban, Bolsonaro, Netanyahu o López Obrador saben que polarizar los fortalece. Tienen en común una agenda nacionalista, típicamente conservadora, apelando a la nostalgia de un pasado que sólo existe en un imaginario colectivo lejos de la realidad. En países con contrapesos y separación de poderes se dificulta la transición de la narrativa ideológica a la práctica. Por ejemplo, el travel ban de Trump, limitando la entrada de musulmanes a Estados Unidos, se detuvo por intervención de la Corte. Pero en países sin rendición de cuentas, los populistas pueden destruir sin límites.
Polarizar da fruto político, pero merma el desempeño de los gobernantes. Si quien estuvo antes era incompetente y corrupto, es popular destruir todo lo que hizo, incluso aquello que tenía sentido. Cualquier política que sea opuesta a las previas será por definición acertada, aunque no lo sea. Cuando ese proceso provoca enorme destrucción de valor, deja al gobierno en turno en una situación peor, si no tiene con qué compensar por lo deshecho. Henry Kissinger decía que “el reto de construir un nuevo edificio, demoliendo el previo, es dejar los cimientos intactos”.
Si les preguntamos a mil familias mexicanas qué les importa, todas quieren que a los hijos les vaya mejor que a sus padres; acceso a buena educación; cuidado médico de calidad y accesible; salir a la calle sin preocuparse por inseguridad, y empleo bien remunerado. Todos querríamos buenas vías de comunicación e infraestructura moderna. En lo político, la gran mayoría defenderíamos a la democracia como la mejor forma de organización. Podemos discutir cómo alcanzar esos objetivos, pero difícilmente hay disputa en cuanto a qué buscamos.
En redes sociales padecemos ataques que quienes nos agreden jamás harían en persona. Es difícil odiar mirando a los ojos, pero el anonimato de las redes sustrae toda empatía. Descalificamos en función de etiquetas que asignamos y dejamos de escuchar. Si las ignoramos, descubrimos cuánto tenemos en común. Al tener las mismas preocupaciones, deberíamos tener propósitos comunes, y de éstos deberían derivar proyectos compartidos, colaborando todos: de izquierda, derecha, chairos, fifís, neoliberales o no.
La polarización nos lleva a concentrarnos en el tuit que nos divide y hace irrealizable el proyecto que nos une. Por ello, los más vulnerables serán siempre los más afectados. Si se desecha todo lo previo sólo por la etiqueta tatuada en quien lo hizo, es enteramente posible que nos harán falta las soluciones que sí eran acertadas, desde el Seguro Popular hasta la Policía Federal, el NAIM o la reforma energética.
Cuando conversamos con la mente abierta, le pedimos a nuestro interlocutor que nos preste sus ojos. Intentamos ver la misma realidad desde su perspectiva. Tenemos que recuperar la capacidad para considerar que quizá haya puntos de vista válidos independientemente de dónde se originen.
Si cedemos a la tentación de arrinconarnos en posiciones radicales de todo o nada, estamos condenados al fracaso.