Debate y medios masivos de comunicación
Algunos órganos del periodismo profesional proporcionan el medio para facilitar a los lectores su parecer sobre artículos y columnas de los analistas y comentaristas en sus secciones de opinión o análisis. En muy raras ocasiones se pueden encontrar observaciones con argumentos, en general los párrafos dirigidos a los autores (expertos, académicos y analistas profesionales) son rociados por diatribas de baja calaña carentes del más elemental respeto, sustento objetivo, lógica y datos de fuente institucional. Son abyectas secreciones hepáticas, de ira irracional. Evidenciando la más mínima, la crasa ignorancia y la abyecta agresión cobarde, pues suponen que el anonimato tras el cual esconden sus efluvios van a sumir en la impotencia y la desesperación a las víctimas de sus asertos.
Las redes sociales que brindan estos medios de comunicación, permiten saciar sus elementales impulsos a estos barbajanes. Sus parrafadas no tienen el mínimo interés en contribuir al debate sobre los temas o problemas ventilados originalmente. Un debate que puede enriquecer las perspectivas de atención de los problemas y aportar las posibles soluciones. De este intercambio estamos prácticamente ayunos.
Pero no siempre ocurre así. Y cuando se ventilan argumentos se da lugar a colaboraciones que ameritan respuesta. Uno de esos casos extraordinarios ocurrió a inicios de semana en el contexto de un medio nacional que tiene presencia impresa, radiofónica, televisiva y digital. Un órgano digno de los tiempos que corren. Los protagonistas en este debate presuponen, primero, que los medios masivos de comunicación tienen una penetración importante, en términos de la población lectora, y segundo, que los lectores, auditorio o televidentes están interesados en las secciones de referencia.
Si se reflexiona un poco y con algunos conocimientos de desenvolvimiento social a lo largo del tiempo, se puede inferir que los “medios masivos” han pasado de prevalecer unos y después otros, sin que signifique necesariamente un precedente, en la atención de los grupos sociales. En el transcurso del siglo XIX, los estudiosos eran una minoría pequeñísima con relación al total de la población. Por ello no era extraño que los lectores asiduos de los textos franceses, ingleses u estadounidenses, fueran los líderes de opinión a través de los periódicos o libros, y se proyectaran en el espacio político. La amplia mayoría de nuestros próceres eran personajes ilustrados y sus antagonistas también. Eran una ínfima minoría los que podían leer y escribir en español, no se diga en lenguas extranjeras o lenguas indígenas. Realmente constituían una élite, en el sentido de Ortega y Gasset.
A medida que la población lectora fue creciendo, el peso político de la prensa impresa fue aumentando. Fue un periodo de intercambio de opiniones y de análisis de la realidad que daban pie a un debate político en constante crecimiento. Pero a velocidad de lomo de mula o de caballo. El impacto social de la letra impresa calaba profundo. Más tarde con la electrificación y el tendido de redes se incorporó la telefonía y la radiofonía (la telegrafía también jugo su papel más orientado a comunicación personal y de negocios de urgencia y al servicio noticioso). Ya entonces se vislumbraba la tendencia a romper la territorialidad de los medios y la velocidad de acceso a la información. Los transportes terrestres contribuyeron al flujo físico de los contenidos impresos. Las salas de cine también sirvieron de vehículos de información y de control ideológico y político. El apoyo a la industria cinematográfica y su vigor no se puede entender sin la participación del Estado autoritario. Pero la concentración de los medios en las áreas urbanas persistía, irrumpiendo en el medio rural a través de la radio.
En este contexto la incidencia política de los órganos de prensa abierta jugaban u rol circunscrito a la hegemonía del aparato político del estado (recuérdese que la producción y comercialización de papel eran entidades del gobierno. Pero había canales informales impresos. Y en los contenidos radiofónicos se filtraban opiniones “políticamente incorrectas” (en los tiempos de hoy, se dice que se “portan mal”). La bibliografía era más diversa. Nacional e importada.
La televisión ganó presencia rápidamente. Incluso como aparato ideológico del gobierno “central”.
Eran aquellos tiempos en que las medidas de política pública se anticipaban desde Gobernación para sensibilizar a la opinión pública y legitimar las decisiones que en realidad, les antecedían. Un caso típico fue la instrumentación de los sistemas educativos de Colegios de Bachilleres y los planteles de la Universidad Autónoma Metropolitana y algunas medidas de saneamiento político en las Universidades locales.
En el devenir la televisión ganaba espacio masivo a costa de la radiodifusión y la prensa escrita. La rotación de camarillas en el Poder Ejecutivo y parcialmente en el legislativo fue acompañado de la impronta de la telefonía celular, los “periódicos digitales”, el acceso al internet se popularizó e incentivó la difusión de las redes sociales y de los dos primeros instrumentos de comunicación. Los contenidos se diferenciaron y ganaron autonomía del control político. Los espacios profesionales han ido perdiendo peso específico en la orientación de la “opinión pública”. Los medios masivos se han visto obligados a incorporarse a la “red de redes” y las redes sociales, para mantener la vinculación con ciertos sectores de la población. Aunque con el costo de ser objeto de todo tipo de diatribas e insultos.
Los protagonistas del debate que dio lugar a este comentario, aún presumen que el peso de la opinión de expertos y profesionales del análisis, mantienen la significación que tuvo en el pasado. Afortunadamente los políticos mantienen la percepción y le dan peso y significado a la opinión publicada en los medios masivos.
Pero en la población abierta, cada quien se socializa con los que comparten la misma opinión en algunos temas y discrepan en los demás. Estos agrupamientos se multiplican por millones. Pero no pueden generar una posición orgánica. Se puede observar la consistencia en los insultos y los lugares comunes que no aportan más argumento que la supina subordinación ideológica. Menudo reto tienen los actores de la opinión profesional para lograr calar en segmentos amplios de población.