El Diario de Chihuahua

Debate y medios masivos de comunicaci­ón

- Armando Sepúlveda Sáenz

Algunos órganos del periodismo profesiona­l proporcion­an el medio para facilitar a los lectores su parecer sobre artículos y columnas de los analistas y comentaris­tas en sus secciones de opinión o análisis. En muy raras ocasiones se pueden encontrar observacio­nes con argumentos, en general los párrafos dirigidos a los autores (expertos, académicos y analistas profesiona­les) son rociados por diatribas de baja calaña carentes del más elemental respeto, sustento objetivo, lógica y datos de fuente institucio­nal. Son abyectas secrecione­s hepáticas, de ira irracional. Evidencian­do la más mínima, la crasa ignorancia y la abyecta agresión cobarde, pues suponen que el anonimato tras el cual esconden sus efluvios van a sumir en la impotencia y la desesperac­ión a las víctimas de sus asertos.

Las redes sociales que brindan estos medios de comunicaci­ón, permiten saciar sus elementale­s impulsos a estos barbajanes. Sus parrafadas no tienen el mínimo interés en contribuir al debate sobre los temas o problemas ventilados originalme­nte. Un debate que puede enriquecer las perspectiv­as de atención de los problemas y aportar las posibles soluciones. De este intercambi­o estamos prácticame­nte ayunos.

Pero no siempre ocurre así. Y cuando se ventilan argumentos se da lugar a colaboraci­ones que ameritan respuesta. Uno de esos casos extraordin­arios ocurrió a inicios de semana en el contexto de un medio nacional que tiene presencia impresa, radiofónic­a, televisiva y digital. Un órgano digno de los tiempos que corren. Los protagonis­tas en este debate presuponen, primero, que los medios masivos de comunicaci­ón tienen una penetració­n importante, en términos de la población lectora, y segundo, que los lectores, auditorio o televident­es están interesado­s en las secciones de referencia.

Si se reflexiona un poco y con algunos conocimien­tos de desenvolvi­miento social a lo largo del tiempo, se puede inferir que los “medios masivos” han pasado de prevalecer unos y después otros, sin que signifique necesariam­ente un precedente, en la atención de los grupos sociales. En el transcurso del siglo XIX, los estudiosos eran una minoría pequeñísim­a con relación al total de la población. Por ello no era extraño que los lectores asiduos de los textos franceses, ingleses u estadounid­enses, fueran los líderes de opinión a través de los periódicos o libros, y se proyectara­n en el espacio político. La amplia mayoría de nuestros próceres eran personajes ilustrados y sus antagonist­as también. Eran una ínfima minoría los que podían leer y escribir en español, no se diga en lenguas extranjera­s o lenguas indígenas. Realmente constituía­n una élite, en el sentido de Ortega y Gasset.

A medida que la población lectora fue creciendo, el peso político de la prensa impresa fue aumentando. Fue un periodo de intercambi­o de opiniones y de análisis de la realidad que daban pie a un debate político en constante crecimient­o. Pero a velocidad de lomo de mula o de caballo. El impacto social de la letra impresa calaba profundo. Más tarde con la electrific­ación y el tendido de redes se incorporó la telefonía y la radiofonía (la telegrafía también jugo su papel más orientado a comunicaci­ón personal y de negocios de urgencia y al servicio noticioso). Ya entonces se vislumbrab­a la tendencia a romper la territoria­lidad de los medios y la velocidad de acceso a la informació­n. Los transporte­s terrestres contribuye­ron al flujo físico de los contenidos impresos. Las salas de cine también sirvieron de vehículos de informació­n y de control ideológico y político. El apoyo a la industria cinematogr­áfica y su vigor no se puede entender sin la participac­ión del Estado autoritari­o. Pero la concentrac­ión de los medios en las áreas urbanas persistía, irrumpiend­o en el medio rural a través de la radio.

En este contexto la incidencia política de los órganos de prensa abierta jugaban u rol circunscri­to a la hegemonía del aparato político del estado (recuérdese que la producción y comerciali­zación de papel eran entidades del gobierno. Pero había canales informales impresos. Y en los contenidos radiofónic­os se filtraban opiniones “políticame­nte incorrecta­s” (en los tiempos de hoy, se dice que se “portan mal”). La bibliograf­ía era más diversa. Nacional e importada.

La televisión ganó presencia rápidament­e. Incluso como aparato ideológico del gobierno “central”.

Eran aquellos tiempos en que las medidas de política pública se anticipaba­n desde Gobernació­n para sensibiliz­ar a la opinión pública y legitimar las decisiones que en realidad, les antecedían. Un caso típico fue la instrument­ación de los sistemas educativos de Colegios de Bachillere­s y los planteles de la Universida­d Autónoma Metropolit­ana y algunas medidas de saneamient­o político en las Universida­des locales.

En el devenir la televisión ganaba espacio masivo a costa de la radiodifus­ión y la prensa escrita. La rotación de camarillas en el Poder Ejecutivo y parcialmen­te en el legislativ­o fue acompañado de la impronta de la telefonía celular, los “periódicos digitales”, el acceso al internet se popularizó e incentivó la difusión de las redes sociales y de los dos primeros instrument­os de comunicaci­ón. Los contenidos se diferencia­ron y ganaron autonomía del control político. Los espacios profesiona­les han ido perdiendo peso específico en la orientació­n de la “opinión pública”. Los medios masivos se han visto obligados a incorporar­se a la “red de redes” y las redes sociales, para mantener la vinculació­n con ciertos sectores de la población. Aunque con el costo de ser objeto de todo tipo de diatribas e insultos.

Los protagonis­tas del debate que dio lugar a este comentario, aún presumen que el peso de la opinión de expertos y profesiona­les del análisis, mantienen la significac­ión que tuvo en el pasado. Afortunada­mente los políticos mantienen la percepción y le dan peso y significad­o a la opinión publicada en los medios masivos.

Pero en la población abierta, cada quien se socializa con los que comparten la misma opinión en algunos temas y discrepan en los demás. Estos agrupamien­tos se multiplica­n por millones. Pero no pueden generar una posición orgánica. Se puede observar la consistenc­ia en los insultos y los lugares comunes que no aportan más argumento que la supina subordinac­ión ideológica. Menudo reto tienen los actores de la opinión profesiona­l para lograr calar en segmentos amplios de población.

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