Reflexiones sobre el amor viajando en el Vivebús
Hace unos días mi auto estaba en el taller y para llegar a mi trabajo me trepé en un urbano de la ciudad. Debo hacerlo más seguido. Me sentí relajado y ocupé el tiempo en mirar de otro modo las calles, el desastre arquitectónico que es Chihuahua, los pequeños y precarios negocios, y las gentes yendo y viniendo como por un carnaval triste. La música que el chofer ponía a todo volumen parecía satisfacer a los viajantes. Yo soy poco aficionado a escuchar las rancheras aunque reconozco que en ellas están, a chile pelón, las netas del amor más contundente. Puse atención en esas canciones populares, pero muy pronto me percaté que de manera menos sofisticada, desarrollaban los mismos temas que otras de letras elegantes y otras músicas sugestivas.
Las personas que iban en el camión las ocupaban las mismas cosas que a mí: perseguíamos el pan y el afán de cada día. Las canciones eran de bandas, grupos rancheros, regetón o baladas, pero todas hablaban de amor, o más precisamente, del momento crucial de la ruptura, de las cuitas del amor desdichado. Unas lloraban, otras se mostraban ardidas o despechadas, otras intentaban justificar las faltas y se orientaban a la reconciliación, y otras pocas se alegraban por la liberación y presumían una nueva relación. De otro modo, lo mismo, me dije, el sombrío itinerario del mal de amor.
Entre los baches que sorteaba el urbano, yo me bamboleaba semi dormido y me preguntaba: ¿Cómo saber si el amor existe; si no encubre otros sentimientos?, ¿o cómo distinguirlo del deseo de posesión o de control, u otros ejercicios del narcicismo? ¿O es sólo un deseo de ser protegido?
¿Qué se ama cuando se ama y a quién se ama? ¿Inventamos el rostro del amor cuando lo miramos como lo necesitamos? ¿Qué se esconde tras el aura mítica del amor? ¿Es el amor un instinto arcaico, una costumbre arraigada, y un simple control sobre una propiedad valiosa? ¿Qué sucede a nuestro corazón cuando el amor todo lo altera?
Indudablemente, para que el amor se dé necesita de una gran cantidad de ilusión, que es, por definición, una distorsión del objeto real, porque suele fundarse sobre sueños y deseos, carencias y vacíos, imposibilidades, fragilidades, fracasos personales, arrebatos, alegatos que contradicen el sentido común, apuestas contra el destino. La realidad, en cambio, siempre estará dispuesta a dinamitarlo, obstaculizarlo, ponerle trampas hasta hacerlo morder el polvo.
Sin embargo, sea relampagueante o cultivada la forma con que el amor se presenta, ésta no define su evolución, su perdurabilidad, ni predetermina el desenlace de las historias. Cada relación posee un matiz que lo vuelve único e irrepetible.
El amor escapa de los cuentos rosas y se pinta con los colores que la realidad le impone. Nadie es tan vulnerable que cuando ama, y los amantes se arman con recursos letales. Una palabra puede contener más ponzoña que una cobra o una viuda negra; un detalle insignificante puede dislocar cualquier certeza.
Los demonios están ahí, no afuera de la pareja, sino dentro de ella, acechando, agazapados, dispuestos a roer, envenenar, marchitar o romper el corazón de quienes aman.
En la nota roja de los periódicos –en las que suele haber más amor que en las páginas sociales - se esboza toda la literatura universal: crónicas de suicidas, crímenes pasionales, inesperadas esquelas dedicadas a muertos que gozaban de cabal salud. Hay en todo esto un mar de fondo: un corazón destrozado. Y es que el amor se escribe como una gran novela que al principio se boceta como una colección de cuentos de hadas, pero que casi siempre termina siendo la descripción de un manicomio o un infierno.
Pero también es incuestionable que el veneno más eficaz contra el amor es el trato diario; ahí, se desmoronan las idealizaciones. Contrariamente a lo que se cree, no es la ilusión, sino la desilusión el principio de un amor verdadero, porque en ese momento se ama a quien está frente nosotros, desnudo, con todo su esplendor y toda su miseria.
Cuando iba a pedirle al chofer que me bajara en la siguiente esquina descubrí un letrero que colgaba del espejo retrovisor que decía: “Pa qué son pasiones si el amor acaba”. Al principio, ignoraba si se trataba de un verso, y no tardé en saber que era un fragmento de una canción y me resultó extraordinariamente sabia. Tampoco sé como llegó el chofer a esa desencantada conclusión sobre los derroteros del amor. Lo cierto es que la frase apacigua la pasión poderosa que nos anima pero que se torna violenta cuando el amor está yéndose de nuestro lado, y está cayendo en los brazos de otro (a). Supongo que el chofer, como cada uno de los pasajeros, habrían experimentado algún forcejeo de esos que se presenta en la pareja cuando ésta ya no se aviene tan perfectamente como en los días del enamoramiento o la pasión. La suya, seguramente será como las historias nuestras. La desolada conclusión es que el amor que comienza, terminará. Todo es tan pasajero como los pasajeros de este urbano.
De todos es sabido que el amor involucra todo el ser: perturba las emociones, altera el pensamiento, desestabiliza las convicciones, desenjaula los instintos, enferma ciertos órganos, embriaga los sentidos, y sin embargo, aún nos preguntamos por el lugar de su residencia. Su domicilio original (el corazón, el cerebro, la chacra solar, el alma, los genitales) se lo disputan aquellos que ingenuamente pretenden explicarlo desde una sola perspectiva. Cuando duele el amor, duele el corazón, el aliento y las suelas de los zapatos.
Dure un día o toda la vida, sea real o fantasioso, sea producto de un flechazo o de una ardua construcción, el amor posee las mismas características esenciales. Sin embargo sus variaciones, matices, dimensiones, historias peculiares, lo convierten en un asunto complejo que lo único que permite o exige es vivirlo. La experiencia amorosa la vivimos como marionetas que participan en actos cómicos, luego en trágicos, comedias de enredos, culebrones cursis, farsas bufas, pero siempre fuera de control de nosotros mismos y en rumbos de un sino cuyo talante resulta, ciertamente, voluble.
La vida es breve y el amor es legión. Es imposible no sólo vivir sino imaginar la diversidad de sus manifestaciones. Además, la experiencia amorosa suele ser tan impactante y desestabilizadora que, luego de conocer sus estragos, intentamos rehuirla conscientemente, protegernos de ella, combatirla, o cínicamente negarla. De algo sirve la experiencia pero el amor no causa inmunidad. Su veneno puede, incluso, resultar adictivo.
De esas pasiones amorosas, que tanta embriaguez nos proporcionaron, un día cualquiera y por múltiples razones, se apoderan los demonios, y nos zarandean como si fuéramos sus títeres: ahí vamos dando tumbos del llanto a la borrachera, de la maledicencia a la serenata, del despecho a las flores. Y así vamos desgastando el remolino sentimental con locuras, panchos, chantajes, y otras artes. Pero luego pasa el tiempo, remedio más eficaz contra el mal de amores, como una nube negra que se desvanece dejando caer una lluvia refrescante y despejando el panorama. ¿Para qué atormentarnos, para qué meternos al remolino, si cuando lo miramos pasar sólo nos deja un poco de polvo rechinándonos en la boca?
Después de salir de este torbellino emocional y de apaciguarse esas pasiones, miramos hacia atrás y podemos, por fin, percatarnos de nuestro despropósitos podremos decir, como el chofer, que ahora va tarareando esa canción de Los Cardenales de Nuevo León: “Pa que son pasiones si al cabo el amor se acaba el amor y el dinero y el orgullo se vuelven nada”. De inmediato, al llegar al trabajo, le comenté a un amigo el verso que había leído colgando del retrovisor del urbano y después de pensársela un poco me comentó: creo que te faltó leer lo que seguía. Le aseguré que la frase estaba completa y él me refutó diciéndome: “con ambos”. ¿Con ambos, qué?, reviré. Y me contestó parsimoniosamente: “Para qué son pasiones si el amor acaba… con ambos”.