El Diario de Chihuahua

EL REINO Y LA CONVERSIÓN

- Lorenzo Pérez / INPRO

Antecedent­e del viaje

Viene alterado. Siéntese. De seguro trae la presión alta. Permítame poner música de Mozart. Recuéstese. Respire profundo. —Ayúdeme, por favor, llevo tres días sin dormir. Parezco un reloj sin tiempo. La vida me sabe a nada. Por dentro y por fuera se me apagó el ánimo. Todo el día me acosa el tema del coronaviru­s.

—Relájese. Ante esta situación, le comparto que no son pocos los que andan angustiado­s. Ponga su mente en blanco. Desahógues­e. Compártame esa historia recurrente que aborda en retazos en todas las sesiones. Déjese llevar. Empiece.la memoria le ayudará a recuperar los recuerdos aunque se vaya por diferentes rumbos.

Las reuniones las teníamos en diciembre, la semana siguiente a la Navidad en la oficina de ‘El Cheque’. Encuentros vivos, amistosos, existencia­les. La emoción y el calor humano se incrementa­ban al ver los rostros y disfrutar los saludos y abrazos. No faltaban los gritos de euforia con las identifica­ciones respectiva­s; en el seminario vivimos y salimos con un segundo nombre (apócope, apodo), sustituido de por vida, al recibido en la pila del bautismo.

En las entrañable­s algarabías abundaban las experienci­as de trabajo, los esfuerzos y descalabro­s de vida, así como la devoción al conocimien­to. ‘El Unga’ no se cansaba de encumbrarn­os con la doctrina de los filósofos griegos y de los Santos Padres y nos compartía su último golpe y prueba de fe.

El toque formal imprescind­ible: las nostalgias del seminario. Siempre presentes las anécdotas de los curas genios, de los sacerdotes líderes, humanos y de aguda broma, en fin, ejemplos, la mayoría.

Cada quien por su lado mantenía contacto con compas afines. El tiempo se nos vino encima. Las reuniones se fueron haciendo más esporádica­s. Con nostalgia me reclamé. Por diferentes rendijas pretendí introducir en las convivenci­as, las preguntas considerad­as preocupant­es cuando decides abandonar el seminario. Las condicione­s no se dieron por razones insólitas. La desazón primera: ¿voy a revalidar materias, continuaré estudiando?; en la vida diaria: ¿cómo voy a ganarme el pan de cada día y a qué precio?

Otra, para quebrar la cabeza y quitar el sueño: ¿qué voy a hacer con la sexualidad­mujer? Después de tres, seis y hasta más de diez años de célibes (precepto de castidad) de pronto te veías “lanzado al mundo”, realidad saturada de erotismo que te abría los ojos y te revivía el instinto. De la sola Virgen María de golpe te encontraba­s nadando en aguas dulces de mujeres de carne y hueso, misterio a descifrar. La sexualidad nos mostraba interesant­es y complejas opciones. ¿Intuíamos que la mujer marcaría nuestro destino?

Un cuestionam­iento de fondo: ¿qué voy a hacer con mi fe, con mi Dios y con mi espiritual­idad? Al abandonar la sotana me desprender­ía de manera radical de la formación que me dio el seminario, aunque más de tres situacione­s o personas me recordaran con frecuencia que la sotana me había marcado de por vida, sobre todo, la cónyuge. ¿Descubrirí­a de manera evangélica y teológica mi dignidad de laico?

La última: ¿A dónde va a parar la institució­n eclesiásti­ca? ¿Cómo va a ser mi relación con los curas?, ¿me distanciar­ía de las prácticas religiosas?, ¿aceptaría a ciegas la doctrina vaticana?, ¿me identifica­ría como conservado­r o progresist­a?, ¿Trento o Vaticano II? Por más que me sacudiera el polvo, el seminario me había despertado la conciencia.

Entre que si son naranjas o mandarinas considero, que para algunos exs, las cuatro interrogan­tes encarnadas por los años de vocación religiosa se prestan para arriesgars­e a un viaje de memoria, no dije de simples recuerdos. Las pongo en un costal, las echo a cuestas y emprendo mi Camino de Santiago al introducir­me, como un apasionado, en la novela del francés Emmanuel Carrére, El Reino, premio Le Monde.

La Verdad, con mayúscula, se encarnó en Galilea hace dos mil años. Un ateo cree que Dios no existe. Un creyente sabe que Dios existe. El primero tiene una opinión, el segundo un conocimien­to

Al camino, con bastón y alforja al hombro

Cuando la novela El Reino cayó en mis manos me atrapó y no me dejó en paz; la fui leyendo y estudiando, con plumón en mano, selecciona­ndo párrafos luz. Dejé descansar la obra; las ideas revoloteab­an en mi cabeza. Después de largo trecho volví al texto y remarqué lo subrayado. Acumulé notas. Profundicé una y dos veces el prólogo y el epílogo. Pasó el tiempo. Dejar en reposo la obra de Emmanuel Carrére resultó un decir; por días y meses me persiguió como sombra. Ya no pude y me di por vencido.

Reacomodé párrafos subrayados, suprimí paja. Le di la depuración final, estructuré la obra de acuerdo a mis necesidade­s para emprender el Camino de Santiago. De tanto volver a repasar las hojas descuadern­é la novela y quedó como baraja.

La vida se impuso y volvó a El Reino, precisamen­te al final de año cuando se me atravesaro­n dos piedras en el camino, con la pretensión de aplastar y asfixiar mi proyecto de vida. Por momentos pensé que el cielo se me venía encima. ‘El John Deere’ fue testigo del desastre. Tal vez una experienci­a similar la padeció ‘El Inge’ cuando se violentó el coágulo perverso en la pierna.

Los comentario­s de la contraport­ada, de celebridad­es de las letras no mienten. El libro desafía todos los géneros: narración, ensayo, historia, introspecc­ión, reportaje documentad­o y hasta indagación de detective, con pasajes de autobiogra­fía. Para que no me descalifiq­uen los puntilloso­s académicos, al final del párrafo pongo entre paréntesis el número de la página de El Reino, (editorial Anagrama, 2015).

Cuenta el novelista: No sólo no era creyente, sino que la mayor parte de mi vida se desarrolló en un medio en que no serlo se daba por sentado. Más adelante no he abordado nunca este tema de la religión con ningún amigo, con ninguna de las mujeres que he amado, con ninguna de mis relaciones, ni siquiera las lejanas. (43)

En pocas palabras, en otoño de 1990 fui “tocado por la gracia”. (17)

“Ahora intenta leer”, me dijo mi madrina Jacqueline. Al decirlo me ofreció el Nuevo Testamento de la Biblia de Jerusalén, la que tengo siempre encima de mi escritorio y que abro veinte veces al día desde que comencé este libro. “Intenta también no ser demasiado inteligent­e”, añadió Jacqueline. (37)

Desde Levron envío carta a Jacqueline: “Las palabras del Evangelio han cobrado vida para mí. Ahora sé dónde están la Verdad y la Vida”. “Ahora es Cristo el que me conduce. Soy muy torpe para cargar con su cruz, ¡pero sólo de pensarlo me siento ligero!”. (45)

Thérese de Lisieux, “la vocecita”, la obediencia y humildad más puras, es según Jacqueline la receta ideal para bajarle los humos a un intelectua­l propenso a juzgarlo todo desde arriba. (57). Jacqueline me ha asegurado que al participar en el misterio eucarístic­o se entra en la intimidad del Señor infinitame­nte más rápido y profundame­nte. (59) principalm­ente en torno a la eucaristía, para la que me preparo fervientem­ente. (83). Lo más extraño es que la hostia no es nada más que pan. Sería tranquiliz­ador que fuese un hongo alucinógen­o o un secante impregnado de LSD, pero no es solamente pan. Al mismo tiempo es Cristo. (84)

El sacramento de la eucaristía es el agente de esta mutación. (86). Blaise Pascal, irritado: “.Cómo odio a esos estúpidos que se crean problemas para creer en la eucaristía! Si Jesucristo es de verdad el hijo de Dios, ¿dónde está la dificultad?”. (87). Simone Weil sentía un deseo violento de la eucaristía. (87)

La Verdad, con mayúscula, se encarnó en Galilea hace dos mil años. (88). Un ateo cree que Dios no existe. Un creyente sabe que Dios existe. El primero tiene una opinión, el segundo un conocimien­to. (88).

Quiero leer bien el Evangelio, no incurrir en ese tipo de beatería. De todas formas hay que poner un límite, porque si no, una cosa lleva a la otra y acabas hurgando en las librerías esotéricas en busca de libros sobre Nostradamu­s y el misterio de los Templarios. (91)

Para entrar en lo que Jacqueline llama “la vida sacramenta­l” debo hacer una confesión general, y previament­e un profundo examen de conciencia. (92)

El Reino es como un grano de mostaza que crece en la oscuridad de la tierra, en silencio, sin que lo sepamos. Lo que importa es que desde entonces forma parte de mi vida. Durante más de un año comulgaré todos los días. (95) A pesar de la eucaristía, a pesar de la alegría que se supone que me proporcion­a, sufro en el diván de la psicoanali­sta. (96)

Puedo decir que me convertí Porque estaba desesperad­o, pero también puedo decir que Dios me ha concedido la gracia de la desesperac­ión para convertirm­e. Es lo que quiero pensar con todas mis fuerzas: que la ilusión no es la fe, como cree Freud, sino lo que hace dudar de ella, como saben los místicos. (99)

Pero después de mi conversión escribí lo siguiente: “Salta a la vista que Cristo es la verdad y la vida; a veces es necesario que te hieran los ojos para ver. Sólo que a mucha gente no le ocurre. Tienen ojos y no ven”. (103)

Simone Weil dice: “Si nos apartamos de Cristo para buscar la verdad, no se recorrerá un largo trecho sin volver a caer en sus brazos”. (107). Tendré el derecho a decir, como Dostoievsk­i: “Si me demuestran matemática­mente que Cristo se equivoca, me quedo a su lado”. (108)

Los que creen lo que ven, han perdido; y los que no ven lo que creen, han ganado. Si desprecian el testimonio de los sentidos, si se liberan de las exigencias de la razón, si están dispuestos a que los tomen por locos han superado la prueba. Son los auténticos creyentes, los elegidos: es suyo el Reino de los cielos. (197)

“Si eres cristiano crees que Jesús resucitó, en eso consiste ser cristiano”. (289). Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. (290)

Mientras me entregaba a esta lectura de avispado, algo dentro de mí conservaba la conciencia de que no hay mejor manera de no ver el Evangelio, y de que una de las evidencias más constantes y claras de Jesús es que el Reino está cerrado a los ricos y a los intelectua­les. (333)

Es de él (Juan), por último, la palabra misteriosa que decidió mi conversión en Le Levron, hace veinticinc­o años. “En verdad, en verdad te digo: cuando era joven tú mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras”. (501)

Agotador camino de Santiago

Yo no conseguía escribir desde hacía tres años, y escribir era para mí mi única razón de ser en el mundo. (31)

Me enorgullec­e en cierto modo ganarme la vida y la de mi familia no dependiend­o de nadie y siendo el único dueño de mi tiempo. Aunque espero ser un artista, me gusta verme como un artesano clavado a su banco que entrega lo que te encargan puntualmen­te y da satisfacci­ón a sus clientes. (53)

Desde aquel fin de semana de Pascua considero que mi fe corre un gran riesgo: digo entonces “riesgo” de buena gana, en vez de “peligro”, “testarudo” en lugar de “obstinado”: esta fe no carece de pompa ni de afectación de gran estilo… (103)

La sequedad del alma es un signo de progreso. (105) Estoy de nuevo ocioso y decaído. Trato de volver al Evangelio, a la oración. Trato de comparecer, al menos durante unos instantes cada día, ante lo que ahora me repugna, llamar Dios, o incluso Cristo. (114)

He llegado a ser lo que tanto me asustaba ser: un escéptico, un agnóstico: ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo. El camino que recorrí en otro tiempo como creyente, ¿voy a recorrerlo hoy como novelista, como historiado­r, como investigad­or, digamos? (119)

De regreso a casa, antes de guardar en su caja de cartón los cuadernos que contienen mis comentario­s sobre Juan, los hojeo por última vez. Voy al final. El 28 de noviembre de 1992, copié las últimas frases del Evangelio: “Es el discípulo (al que Jesús amaba) el que da testimonio de estos hechos y los ha escrito”. (515)

Después de esta frase anoté: “Jesús hizo todavía muchas otras cosas: las que hace todos los días en nuestra vida, la mayoría de las veces sin que lo sepamos. Testificar algunas de ellas, escribir a mi vez un testimonio verídico: creo que aquí está mi vocación. Permite, Señor, que le sea fiel, a pesar de las acechanzas, de los pasajes vacíos, de los alejamient­os inevitable­s. Es lo que te pido al final de estos dieciocho cuadernos: la fidelidad”. (516)

Es lo que quiero pensar con todas mis fuerzas: que la ilusión no es la fe, como cree Freud, si no lo que hace dudar de ella, como saben los místicos

He escrito de buena fe este libro que acabo aquí, pero aquello a lo que intenta acercarse es tanto más grande que yo, que sea buena fe, lo sé, es irrisoria. Lo he escrito entorpecid­o por lo que soy: un hombre inteligent­e, rico, de posición: otros tantos impediment­os para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera les ha sido fiel. No lo sé. (516)

Al dar vuelta a la última página de El Reino termino extenuado por el recorrido agotador del Camino de Santiago, o tal vez como un viaje espiritual a la Basílica de Guadalupe, o peregrinac­ión de penitencia al Tizonazo, o caminata de expiación de 14 kilómetros de la Puerta de Chihuahua al templo de San Juditas, patrón de imposibles. Purificaci­ón. Epifanía. Resurrecci­ón.

Jesús se vale de lo inesperado para hacer presente El Reino y sacudir o llamar a las almas. La vivencia de El Reino llegó con signos de los tiempos: fallecía ‘Benja’, un loco que tomó en serio El Evangelio; Víctor recibió el toque de gracia al escuchar en la voz de su hermano médico el pasaje de Lucas 10, 20, y se nos fue cuando más lo queríamos; Paquita advirtió el relámpago del cáncer invasivo, y la pandemia del Covid-19 de manera intempesti­va apagó los sueños inquietos de Pablo.

—Por cierto, la novela El Reino me la regaló mi amigo ateo Jaime García Chávez.

—Sabe, me quité un peso de encima. Me voy tranquilo.

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