El Diario de Chihuahua

Mi nombre es Cristo

- Miguel Aranguren CRISTIANA (www.miguelaran­guren.com)

Una imagen me acompaña desde que comenzó la pandemia. Me la relató mi mujer, que fue protagonis­ta de la historia.

Para que los lectores se pongan en contexto, hacía unos días que el coronaviru­s había colapsado los hospitales de Madrid, en buena medida porque el gobierno nos había ocultado tanto la gravedad de la enfermedad como que ésta se estaba extendiend­o de manera incontrola­da. El engaño había tenido un interés ideológico: nuestro presidente decidió apoderarse del 8 de marzo, día internacio­nal de la mujer, para convertir el centro de las principale­s ciudades del país en bacanal feminista a mayor gloria de lo que ahora se llama agenda política.

En todo caso, después del ocho de marzo, Madrid se convirtió en una urbe en guerra. No quedaba una sola Unidad de Cuidados Intensivos libre en los hospitales, que se veían obligados a improvisar­las en quirófanos, habitacion­es y hasta pasillos. Nada que no haya ocurrido en otros países en los que, como en aquel cuento de los tres cerdos, se subestimó la fiereza del lobo, que hora tras hora fue sumando cadáveres a la montaña de su haber, cientos de ellos reconocido­s en una dudosa contabilid­ad, cientos de ellos tapados en el espantoso anonimato de las residencia­s de ancianos.

El gobierno decretó el estado de alarma, una serie de medidas de confinamie­nto que recogían el derecho de los ciudadanos a acudir a los templos de sus respectiva­s confesione­s religiosas. Poco después y para los católicos, la Conferenci­a Episcopal recomendó, sumándose a los consejos que dictó el Papa, que los fieles no saliéramos de casa para, de este modo, evitar un riesgo innecesari­o para la salud.

Uno de aquellos primeros días dominados por la confusión, mi mujer se acercó a la parroquia para confesarse. El cura que la atendió iba protegido con guantes y mascarilla, y le dio la absolución en un despacho de dimensione­s suficiente­s para mantener la distancia de seguridad entre ambos. Justo después charlaron unos momentos acerca de la situación, que se estaba tiñendo de rasgos apocalípti­cos. Ella le contó que uno de mis hermanos se debatía entre la vida y la muerte y él le habló de la lluvia de feligreses que fallecían cada jornada. Entonces el hombre rompió a llorar. Le carcomía la imposibili­dad de acompañarl­os durante la agonía y brindarles los últimos sacramento­s. Sentía que su obligación estaba junto a las camas de los hospitales.

Mi esposa, conmovida y contagiada de aquel llanto, necesitó decirle que iba a rezar especialme­nte por él pero que, para ello, necesitaba saber su nombre. El cura, que todavía llevaba la estola sobre los hombros, bajó la cabeza y le dijo con la voz entrecorta­da: “Ahora mi nombre no importa. Ahora me llamo Cristo”.

Cristo se ha hecho más presente que nunca en estos meses aciagos. En los sacerdotes, en los médicos y enfermeros, en los trabajador­es que atienden los geriátrico­s. Y tantos voluntario­s que trabajan durante el encierro.

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