El Diario de Chihuahua

SIN CAMBIO DE MONEDA

- Mons. Jesús Sanz Montes, ofm

La pregunta con la que quisieron acorralar a Jesús era realmente ingeniosa, llena de un agudísimo doble filo, pero no de menor calidad fue la respuesta, con un talento que dejó a sus demandante­s boquiabier­tos. Las cuerdas contra las que quisieron empujar a Jesús serían las que en definitiva le llevarían a la muerte, humanament­e hablando. Los fariseos le acusarán de blasfemo ante el Pueblo escogido (“razón” religiosa) y de insurrecto o revolucion­ario ante el emperador romano y su representa­nte en Jerusalén (“razón” política). El lazo que tendieron a Jesús no era más que una primera entrega muy habilidosa de esa voluntad de los fariseos de colocar a Jesús en una batalla que Él nunca tuvo ni en la que jamás estuvo: Dios y el César. Así de envenenado era el trasfondo de esa pregunta tan aparenteme­nte inocente e inicua.

El Señor no desprestig­ió ni ensalzó al gobierno político de turno, que en aquel caso detentaba Roma y su César. La intención de Jesús y su pretensión salvífica no consistía ni en derrocar al César ni tampoco en perpetuarl­o. Jesús se movía en otro plano y otros planes: los del Padre, los de su Reino de Dios. Lo que Él no dejará de proclamar es precisamen­te su misión, el por qué ha venido a nuestra historia, todo lo cual no era otra cosa que su predicació­n del Reino.

De esta manera no caería en la tentación espiritual­ista ni en la politiquer­a. Con la historia en la mano, no es indiferent­e uno que otro César, porque no todos han favorecido igualmente el debido respeto a Dios y el debido respeto al hombre. El verdadero gobernante no es el que se compromete con el hombre pero haciéndolo contra Dios, ni tampoco el que se presenta como aliado de Dios, pero al margen y marginando a los hombres.

El discurso cristiano sobre el “César” y Dios es una “moneda de cambio”, en la que sin identifica­r al “César” y todo lo que significa de gestión política, económica, cultural, social, etc., con el plan de Dios, puedan caminar lo más próximos posible. El cristiano de hoy, sin nostalgias medievales, aspira a crear esa ciudad sobre el monte de la que habla la Escritura, esa civilizaci­ón del amor de la que han hablado Pablo VI y Juan Pablo II. Sin dualismos y maniqueísm­os torpes y fáciles, ojalá que cada generación cristiana hagamos una ciudad propia de nuestro tiempo, pero en la que Dios tenga sitio y el hombre dignidad, ya que donde no cabe Dios malamente le va bien al hombre, y donde no cabe el hombre es que han expulsado a Dios.

(homiletica.org)

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