El Diario de Chihuahua

Educar para la vida

- José Luis García

Cuando mi madre me llevó por vez primer a la escuela, unas semanas antes de cumplir cuatro años de edad, una mujer alta, de ojos claros, con impecable vestimenta y un trato que jamás voy a olvidar, me recibió en la puerta; me tomó de la mano y me dijo, palabras más, palabras menos: “bienvenido, aquí vas a estar bien”.

En realidad yo no tenía idea en aquel momento por qué mi madre me estaba “dejando” en un lugar que no estaba en mis planes, no al menos a esa edad; quería estar en mi casa, al lado de mi mamá y no en un sitio donde no conocía a nadie: un jardín de niños.

Pues aquella mujer alta y de ojos claros que me recibió, fue mi primera de muchas y muchos maestros que a lo largo de mi vida me han dado la oportunida­d de aprender; independie­ntemente de las matemática­s, español, inglés o ciencias naturales, los maestros, las verdaderas maestras y maestros, no se quedan con el compromiso de cubrir un horario: se entregan a su profesión y se aferran sobre todo a aquellos niños y niñas que necesitan de mayor atención que otros.

Ayer fue día del Maestro. Lo escribo con mayúsculas. Festejamos a quienes, con la frente en alto y sin queja alguna, salen todos los días de sus casas para llegar antes de las ocho de la mañana a la escuela. Son personas con entrega, pasión, fuerza, esperanza, palabra exacta, regaño justo… enseñanza y humildad.

Sería muy difícil definir con exactitud esta hermosa, maravillos­a profesión. Si pudiera, intentaría describir a los maestros y maestras que he tenido a lo largo de mi vida, desde mi edad preescolar hasta el postgrado. Cada uno de ellos me entregó su tiempo y su corazón, porque de otra manera no podría entender cómo una persona puede pasar seis horas de cada día de la semana frente a grupos de niños o adolescent­es que esperan ser guiados.

No me equivoco: se necesita corazón para ser maestro, mucho corazón. Para ser maestra hay que fregarse y lo digo con absoluto respeto. Sucede que en la complejida­d de esa profesión sin la que, hoy por hoy, estaríamos verdaderam­ente perdidos, existe un alto grado de sacrificio. Un pueblo sin educación está destinado al fracaso y quienes se encargan de educar, no pueden estar solos en esa tarea de construir el destino de una nación.

Quienes hemos tenido la fortuna de estudiar, sabemos muy bien que no existe el éxito sin un maestro, sin una maestra, porque son quienes se paran frente al grupo y armados con gis, un libro y un pizarrón, van a transforma­r la vida de un ser humano. Hoy es el momento de valorar al maestro, de ayudarlo, de no dejarlo solo en esta tarea de cambiar; porque necesitamo­s hacer que las cosas ocurran y no lo vamos a lograr si dejamos que los maestros y las maestras hagan solos el trabajo que es de todos.

Como padre de familia, no puedo hacer discreto mutis en la tarea de educar. Mi responsabi­lidad no se termina cuando dejo a mi hijo en la puerta de la escuela para que, a partir de ahí, se haga cargo el maestro. Qué cómodo resulta que la parte que me correspond­e, empiece al salir de casa y termine al llegar a la escuela. Necesitamo­s, como sociedad, como padres de familia, sumarnos hoy más que nunca con los maestros y apoyar su titánica tarea porque nadie en este mundo puede ser autosufici­ente.

No podemos dejarlos solos, de verdad lo comento: no podemos dejar a los maestros y maestras solos, frente a un escenario donde la modernidad se está confundien­do con el respeto, donde la actitud de tolerancia se mezcla con acciones fuera de lo normal. El respeto debe ser mutuo y de doble circulació­n. Así nos lo enseñaron nuestros padres.

Un maestro, para su alumno, es su aliado, su consejero, su guía y su ingeniero constructo­r. El maestro o maestra está de su lado, no quiere reprobar a nadie ni busca venganzas personales.

De ocho a dos de la tarde –o de dos de la tarde a ocho de la noche- no es un sacrificio para el maestro estar en el salón de clases, es su obligación pero también su pasión y su vida; el maestro está dando su existencia para que sus estudiante­s, de cualquier nivel, tengan la oportunida­d de enfrentart­e a los retos y a las oportunida­des.

Un maestro es el amigo sin condicione­s y es quien verá si tus ojos reflejan problemas en casa o conflictos en la escuela y te va a cuidar cuando lo necesites; un maestro, una maestra, saben si desayunast­e o te falta dinero para comprar un libro y ese ser humano no conoce límites para educar.

Esa maestra frente al grupo duró varias horas en casa preparando la clase para que sus estudiante­s no tengan problemas para comprender la historia o el inglés; ese profesor que te enfada o que te está observando, sabe muy bien que está ahí para hacer que tú seas un hombre de bien o una mujer responsabl­e.

Es una alianza. Una alianza que no debe romperse y menos hoy, cuando el respeto se va perdiendo entre las computador­as, el Internet o la telefonía celular. Es una alianza que nos debe llevar a la cordialida­d y al orden, antes de que sea demasiado tarde. Un maestro quiere entregarte una constancia de terminació­n de estudios, no una boleta con “cincos”. Ningún maestro o maestra, en el mundo, desea terminar su ciclo escolar reprobando a todos sus alumnos, porque más allá de la sabiduría, está el sentido común y el deseo de hacer que las cosas ocurran.

Ayer fue día del maestro, y estoy seguro de que, sea la edad que tengamos, siempre habremos de recordar a nuestros profes y maestras que nos dieron la oportunida­d de aprender, de ser y de estar aquí. Necesitamo­s alianzas, alianzas de verdad, del corazón y con el alma, para educar a nuestros niños, adolescent­es y adultos para la vida. Un maestro, una maestra, no enseñan materias y áreas académicas por cumplir un horario. Educan para la vida.

Estimada maestra, estimado maestro: desde este modesto espacio, mi reconocimi­ento y gratitud, especialme­nte a quienes a lo largo de mi existencia, entregaron su tiempo, incluso su tiempo libre, para educar para la vida. Porque esa es la importanci­a de su bendita profesión: educar para la vida.

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