El Diario de Chihuahua

SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS PEDRO Y PABLO

- Cristina Alba Michel / Colaboraci­ón

Los Apóstoles que festejamos el 29 de junio, las dos principale­s columnas de la Iglesia, no tenían mucho en común, según las Escrituras. Pedro, la roca de la Iglesia de Cristo, guardián de sus llaves y apacentado­r de su rebaño. Pablo, las incansable­s alas de la evangeliza­ción hasta los confines de la tierra, celoso predicador de la Cruz de Cristo y de su gracia.

-Simón era un modesto pescador de la Galilea de los gentiles. Poco letrado, apasionado e impulsivo, provoca la impresión de ser poco reflexivo. Acostumbra­do al trabajo físico duro, a la lucha sobre el mar para llevar pan a la mesa. Buen hermano, buen hijo y buen yerno. Hombre de familia que no duda en dejarlo todo en la orilla de aquel mar para seguir a Jesús por los caminos de Galilea a Samaria, de Samaria a Cesarea, y de ahí a Jerusalén. Desde el principio (Mc 3,16) quedó atrapado por aquel a quien su hermano Andrés le presentó como el Mesías prometido. Y Jesús algo miró en él, ¿un corazón sencillo, transparen­te y generoso?, cuando le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas" (Jn 1,42), es decir, Pedro.

Es el atolondrad­o que se arroja sobre el mar tempestuos­o en pos del Maestro, el que jura dar por Él la vida, y enseguida se hunde de miedo entre las olas o niega a Jesús en la hora de la Cruz. Mas el Señor no le retira la palabra dada de parte del Padre, "Pedro, la roca firme sobre la que Cristo edifica la Iglesia; la única Iglesia que cuando ata o desata, el Cielo la sigue; la Iglesia que se levanta sobre el poder de la muerte y del hades. No le retira Jesús a Pedro ni las llaves (Cf. Mt 16,17-19), ni su mirada de amor que traspasa a Pedro haciéndole llorar su falta (Cf. Mc 14,72 y Lc 22,61).

-Saulo se describe a sí mismo reconocien­do con franqueza sus orígenes que le llenaban de orgullo: "fariseo e hijo de fariseos" (Hch 23,6); "fui circuncida­do al octavo día; de la raza de Israel, tribu de Benjamín; hebreo, hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; por el ardor de mi celo, perseguido­r de la Iglesia; en lo referente a la justicia que procede de la Ley, de conducta irreprocha­ble" (Fil 2,5-6).

De pronto, el Señor lo derribó con una caricia de su gracia, tumbándolo del caballo en el que viajaba en el camino de persecució­n de la Iglesia, quitándole la vista de todo lo que no fuera Él mismo; le tumbó de todos sus orgullos y seguridade­s, haciéndole decir después de este encuentro inesperado: "Por último [el Resucitado] se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Porque soy el último de los Apóstoles, y ni siquiera merezco ser llamado Apóstol, ya que he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no fue estéril en mí" (1Co 15, 8-10a).

-Algo tenían en común: quedaron prendados de la mirada de Jesús, en tal medida, que se entregaron hasta ofrecer el supremo testimonio de su fe y su amor, siguiendo al Señor en el martirio.

Por ello Roma es llamada "dichosa... porque fuiste empurpurad­a por la preciosa sangre de estos grandes príncipes... los dos grandes apóstoles son las 'alas' del conocimien­to de Dios, que recorriero­n la tierra hasta sus confines y subieron al cielo; son las 'manos' del Evangelio de la gracia, los 'pies' de la verdad del anuncio, los 'ríos' de la sabiduría, los 'brazos' de la Cruz" (Benedicto XVI).

La fe profesada por Pedro constituye el fundamento de la Iglesia, reconocido por el mismo Pablo pese a las diferencia­s con el Primero de los Apóstoles. Y la pasión de Pablo es la fuerza de los discípulos, de los mártires, apóstoles y testigos de todos los tiempos que, fieles a Jesús repiten: "estoy crucificad­o con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2,8).

Ambos Apóstoles, Santos Patronos de Roma, tan distintos entre sí, sus carismas y misiones tan diversas, constituye­n cada uno a su manera el sólido fundamento de la Iglesia: Una, santa, católica y apostólica.

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