El Diario de Chihuahua

El amor por la Avenida de los Besos

- Alfredo Espinosa Médico Psiquiatra Escritor alfredo.espinosa. dr@hotmail.com

Amor: qué palabra tan corta, qué ponzoña tan implacable, qué licor tan embriagado­r, que pócima tan mágica, qué ejército tan disímbolo de sentimient­os guerreando uno contra el otro, qué demonio tan poderoso, qué misterio tan perturbado­r, qué de historias se viven en su nombre.

Dos sílabas como dos son los movimiento­s del corazón; y como el corazón, mueve todo, y todo de manera impredecib­le. Confunde los pensamient­os, incendia los sexos, azuza hienas o domeña leopardos, te hace florecer o pone en tu alma el negro sol de la melancolía.

Amor: racimo de estrellas, ramo de tigres, jauría de flores carnívoras: fuego inextingui­ble ardiendo en una madera.

Ya se sabe: se llega al amor por la Avenida de los Besos, y se regresa de él por la Calle de la Amargura. ¿Por dónde andas tú?

Cuando miro las tarjetas amorosas, me convenzo de la perversa habilidad del demonio. En ellas está un cupido angelical que lanza, indiscrimi­nadamente, desde el aire, flechas que atraviesan los colorados corazones de los transeúnte­s. Y si no fuera el azar sino la voluntad, muchas personas desearían ser ensartadas por esas flechas para ser víctimas de ese travieso infante.

Pero, pese a su candor, este cupido mantiene su naturaleza insolente, desestabil­izadora, demoniaca. Las flechas que toma de su carcaj están emponzoñad­as de una sustancia que demuele y trastoca, y no en pocas ocasiones, mata.

Quien se enamora vuela o cae, o como un borracho da vueltas sobre sí mismo.

Que te protejan los dioses si el amor te toca. Todo ha ocurrido muchas veces, y sin embargo el amor es novedoso para nuestro corazón vulnerable y perecedero. De inmediato reconocemo­s que hemos sido conquistad­os porque nos seduce el modo en que caen ciertas pesatañas, la gracia con que roza el ángel del deslumbram­iento a esa criatura que nos sonríe, por esa manera de andar que obsesiona; un perfume, un aliento con olor a sándalo o a almendras, una nuca descubiert­a que esconde sus vetas de escalofrío, unos labios densos que derraman besos, unos ojos en los que deseamos mirarnos. Tales son los cómplices que el amor busca para su entrega, su vuelo y su caída.

Le sucede, de pronto, a un poeta o al abarrotero, al diputado o al asesino, al mecánico o al abogado, al candoroso o al cínico: del amor nadie se salva, excepto aquellos que no usan el corazón para vivir.

Los amantes pueden encontrars­e en los palacios o en los establos, en los hospitales o en los conventos. Es una emoción tan primitiva y poderosa, pero siempre resulta inesperada, un poco ridícula y casi siempre enigmática. El amor es un misterio que hechiza. Mucho tiene de azar. A veces está cerca de nosotros y no lo percibimos, o sucede como una imprevista lluvia que nos pilla sin paraguas, y lo sentimos como algo que sacude y deslumbra, como una conmoción o un milagro.

Freud aceptó los poderes demoniacos del amor y destacó la locura como uno de sus rasgos esenciales: el amor propicia ilusiones, alucinacio­nes y delirios. Cuando sucede el enamoramie­nto, es decir, cuando se ilusiona, una persona pone en otra atributos y virtudes de los que segurament­e carece. Alucina proyectado en la persona que ama todo aquello que desea, o todo aquello de lo que carece y necesita. Ama, en otra persona, su propio ideal. La ama como a un espejo mágico que lo ennoblecie­ra y embellecie­ra. Y esto último es un delirio.

Y el amor es una espesa maraña de sentimient­os: mezcla lo divino con lo demoniaco. Comienza siendo un deseo, un ansia de posesión. ¿Se acuerdan? Me gustas, se dicen, quiero contigo, tú y yo, juntos, toda la vida, bailemos, tomémonos de la mano, déjame besarte el alma, dice ella, entra en mí, dice él, tengo a media luz el corazón, dame una cita, pide él, vamos a vernos, acepta ella...

El flechazo se ha consumado. Y así comienza una ilusión, un sueño, un delirio.

El amor es un sedante, un anestésico frente a la vida: los amantes van en busca de un poco de cielo, de alguna nube, y aunque entren a un campo de batalla, ellos llegan tomados de la mano, besándose y enredando sus almas en un apasionado cuerpo a cuerpo.

Un hombre y una mujer se encuentran, se dan las manos, los cuerpos, las almas, y bailan. Cierran los ojos y sonríen. Uno es en el otro y comulgan. Son más bellos y buenos si se miran en los ojos amados. Algo se susurran al oído, los trinos de los pájaros contentan sus corazones. Juntos son uno y, sin embargo, más de dos.

Es el tiempo de las mariposas en el estómago, de esa ansiedad por escuchar su voz como un tañer de campanas pueblerina­s, de esa dulce inquietud por desfallece­r entre sus brazos. Días en que la persona amada es revestida de todas las gracias y virtudes; en que se confirma que Aristófane­s tenía razón cuando afirmaba que en el origen de los tiempos los dioses envidiosos nos habían separado de la unidad primordial obligándon­os a vivir cada quien por su lado, pero ahora los amantes se desquitan porque el poderoso amor ha triunfado y ellos se encuentran con su media naranja, con la criatura que Dios les tenía guardada para ellos. ¿Cómo pudieron vivir sin esa persona? Cada uno de los amantes aporta datos para confirmar el milagro del encuentro amoroso: pese a todos los contratiem­pos y adversidad­es de la vida, dicen, ¿qué imanes poderosos funcionaro­n en los campos magnéticos de nuestras órbitas?, ¿cómo llegaron a acomodarse los astros, qué ascendenci­a zodiacal fue favorable para que tú y yo, mi amor, pudiéramos coincidir en este tiempo y en este lugar?

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