El Diario de Chihuahua

¡Échale ganas!

- José Luis García

Hace un par de semanas uno de mis mejores amigos despertó en su cama de hospital, después de la delicada cirugía a la que fue sometido; por fortuna la recuperaci­ón fue un éxito, tras el susto que nos pegó a todos, a su familia, para empezar.

No soy de los que visita en los hospitales a nadie, porque me parece que es un espacio de merecido descanso, sobre todo cuando se trata de algún padecimien­to que requiere atención especializ­ada.

Pero además el enfermo quiere eso: ¡reposo! ¿A qué va uno? ¿A mostrar cuánto queremos al convalecie­nte? ¡Ya lo sabe! Basta una llamada, o un mensaje, para expresarle que ahí estamos, si no físicament­e, en el corazón.

Además ahí está el enfermo -o enferma- en bata de hospital, a veces con sondas, pegado a aparatos que le verifican sus signos, lleno de jeringazos, torundas, agua de mesa, alimentos específico­s… quiere ir al baño y ahí está uno estorbando.

Creo que debemos dejar esas visitas a la familia cercana, a quien pueda ayudar con toda libertad y sin pena ajena, cuando el enfermo necesita los cuidados más íntimos, por ejemplo, o hasta el apoyo para moverse sin tener que andarse tapando el cuerpo que medianamen­te cubre una bata de hospital.

Aclaro: eso es lo que yo pienso. Eso es lo que considero, nada más. Escribo aquí mi punto de vista, solamente. Un cuarto hospitalar­io, por más modesto que sea, o que tenga incluso sala de visitas -que los hay y hasta con terraza-, es igual de íntimo que una recámara, porque es eso: una cama donde el enfermo se está recuperand­o.

Pues ahí tiene usted, que mi amigo, cuando despertó -esto me lo dijo semanas después de abandonar el hospital-, lo primero que hizo fue quejarse de una frase que escuchó con frecuencia mientras convalecía: “échale ganas”.

Y ahí está el detalle, como dijo Cantinflas. Esa frase, utilizada verdaderam­ente por todo el mundo -¿o miento?y para toda ocasión, causa más sensacione­s de rechazo que motivación en tiempo real.

No me lo dijo cualquier persona. Me lo confió mi maestro de Metodologí­a de la Investigac­ión, en una de las tantas sesiones que tuvimos antes de presentar mi examen de grado.

“Te sugiero que utilices lo menos posible esa frase de “échale ganas”, porque cuando la digas, harás sentir a la persona incómoda. Por supuesto, hablo de la persona que pueda estar en, al menos, estas tres condicione­s: enfermedad, desventaja económica o depresión. Porque no se trata de ganas, se trata de algo multifacto­rial”. Eso me dijo mi maestro.

Coincido. Y es que cuando mi amigo recién salido del hospital se quejó de esta frase, comprendí del todo el posible impacto del échalegani­smo.

Sí: el échalegani­smo ya tiene, incluso, teorías a favor y en contra. Pero no nos vamos a meter en las posturas de, por ejemplo, el actor Tenoch Huerta, que ha desarrolla­do una versión polémica a más no poder, porque incluye elementos que se pueden debatir desde cualquier ángulo.

Yo hablo del “échale ganas" del pueblo, el de aquí de nosotros, sin interpreta­ciones filosófica­s o maquillaje­s políticos; yo hablo de la frase en sí, de esa que escuchamos y que a veces no medimos sus alcances. Hablo de ese “échale ganas” que decimos involuntar­iamente, creando una atmósfera a veces terrible para el receptor, porque… ¿existe alguien que desee estar enfermo?

Regreso con mi amigo, el que salió del hospital. Me dijo que, la mayor parte de sus visitantes, eso fue lo que le expresó al llegar, durante su estancia y al despedirse de su cuarto de hospital: “échale ganas”.

“Quería contestarl­e a todos… ¿pues qué crees que estoy aquí porque tenía ganas de vacacionar en el hospital? ¿Acaso tengo cara de que me encanta que me operen tres cirujanos, durante seis horas y luego despertar dos días después? ¿Creen que me gusta estar incapacita­do tres meses? ¡Pues claro que le estoy echando ganas, pero no me lo digan!”.

Otro punto: la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS), considera que la depresión es uno de los trastornos que más discapacid­ad genera en el mundo, pero que poca gente comprende y, lo más grave, en muchas ocasiones la familia y los amigos, no sabemos cómo ayudar a quien la padece.

Pero una de las más firmes recomendac­iones de los especialis­tas, es evitar frases como “échale ganas”, porque no se trata de eso, no se trata de ganas, se trata de un tema que debe ser tratado por especialis­tas y con orientació­n a la familia cercana.

¿Tú crees que alguien que padece depresión tiene ganas de estar así, triste? ¿Crees que no le echa ganas? ¡Está luchando día a día por superarlo! Pero, insisto, no se trata de ganas.

Por eso, independie­ntemente de las teorías o de las posturas, el “échalegani­smo” no me gusta, no me agrada, no me interesa. Nadie está en una condición desfavorab­le porque quiere. Creo firmemente que todas las personas, todos los días, luchamos por una mejor vida, para nosotros y los demás… creo fielmente que estamos en esta vida para mover al mundo, pero más allá de ganas, que sí las echamos, se requieren equipos: en la familia, en el grupo de amigos, en nuestro centro de trabajo. ¿O no? Al tiempo.

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