El Diario de Chihuahua

Ciudad de Dios, Casa del Espíritu

- Cristina Alba Michel

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¡Oh, dichosa Virgen, que diste a luz al Señor, oh dichosa Madre de la Iglesia, que avivas en nosotros el Espíritu de tu Hijo Jesucristo!" (Aclamación antes del Evangelio del día).

-Mayo se conoce como el mes de las flores, el mes de la madre y el mes de María. Además, la liturgia en mayo florece con alegría, porque correspond­e siempre al tiempo de la Pascua, el "tiempo del aleluya, de la manifestac­ión del misterio de Cristo en la luz de la resurrecci­ón y de la fe pascual", tiempo del gozo de María ante Jesús resucitado, tiempo de espera por el Espíritu Santo que con poder descendió sobre la naciente Iglesia que perseverab­a junto a María, su nueva Madre recibida unos días atrás al pie de la cruz.

Por todo esto, mayo es plenamente el mes de María, el mes de la Iglesia, el mes del Espíritu Santo.

-"María es la flor más hermosa brotada de la Creación, la rosa que apareció en la plenitud de los tiempos cuando Dios, enviando a su Hijo, dio al mundo una nueva primavera". La primavera de la vida de Cristo en el Espíritu Santo. Además, ella es la "protagonis­ta humilde y discreta de los primeros pasos de la comunidad cristiana. Su presencia misma entre los discípulos era -entonces y siempre- la memoria viva del Señor Jesús y la prenda del don de su Espíritu".

Imaginemos a aquellos primeros discípulos, después de la Resurrecci­ón, ¡cómo mirarían a la Virgen con nuevos ojos, pues en ella encontraba­n a Jesús! No sólo por algún parecido físico, sino por la presencia del Espíritu del Señor en ella.

Quizá cuando escribía su Evangelio, mientras miraba a la Madre con los ojos de su corazón, Juan (14,23) recordaba estas palabras de Jesús: "si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él".

La miraba plenamente como Casa de Dios.

-Sí, Casa de puertas abiertas, de bienvenida y acogida. Casa donde los hijos aprenden a escucharse, a servir a los otros, a amar, a perseverar en la fe, en la oración y en la esperanza, contemplan­do en su Madre, en su Casa, a "la primera y perfecta discípula de Jesús", la que guardaba la palabra y la memoria en el corazón, demostrand­o ser "no sólo Madre sino sierva humilde y obediente del Señor". Por eso el Padre la amó con predilecci­ón y en ella puso su morada la Santísima Trinidad.

¡Virgen Casa de Dios, Madre que congrega a los hijos, que les alienta en la espera del Don del Cielo, de la Fuente del agua viva, del Consolador prometido por Jesús, Aquel que nos "ayuda a recordar cada una de sus palabras y a comprender­las" (Cf. Jn 14,26).

-Por todo esto, y más, es María como la Iglesia, Madre Virgen que da a luz a los hijos, les recibe, les alimenta y apoya; depositari­a del Espíritu, oyente que medita e interpreta fielmente todo lo que es de Jesús. Por eso María es no sólo Madre de la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, sino modelo suyo y figura escatológi­ca de su plenitud.

En la Virgen Madre, en su rostro inmaculado y bendito, se plasma la Madre Iglesia que ama a sus hijos sin importarle sus defectos, miserias o pecados, pues ella es también casa de puertas abiertas, recinto del Espíritu Santo, del Pan de Vida. Es el hogar del Padre misericord­ioso, del hijo pródigo y de su hermano mayor, donde se reúne toda la familia de Dios.

-Si acaso nuestra mirada se oscurece por nuestros propios pecados o los de nuestros hermanos, ¡podemos hacer que de nuevo se aclare contemplan­do a María, Madre Inmaculada, teniendo por cierto que en Ella se refleja el rostro más puro y más perfecto de la Iglesia Madre que ora, que clama, que espera, que recibe y a su vez dona el Espíritu Santo!

Y un día todos verán a María y a la Iglesia esplendoro­sas: "Y cantarán mientras danzan: 'Todas mis fuentes están en ti. ¡Qué pregón tan glorioso para ti, Ciudad de Dios!" [Cf. Salmo 87].

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