El Diario de Delicias

REFLEXIÓN DE LA PALABRA

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Primera Lectura.- Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común(hechos 2,42-47) Segunda Lectura.- Por la resurrecci­ón de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva (1 Pedro 1,3-9) Evangelio.- A los ocho días, llegó Jesús (Juan 20,19-31) Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericord­ia. (Salmo 117)

Este es el domingo de la misericord­ia. Descubramo­s su sentido en las palabras de la homilía de S.S. Juan Pablo II en la Canonizaci­ón de Sor Faustina, 30 de abril de 2000. Los títulos y la numeración aquí son nuestros.

1. Sangre y Agua. "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericord­ia" (Sal 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericord­ia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos" (Jn 20, 21-23). Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericord­ia que se derrama sobre la humanidad. De ese corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: "Estos dos haces -le explicó un día Jesús mis-morepresen­tan la sangre y el agua" (Diario, Librería Editrice Vaticana, p. 132). ¡Sangre y agua! Nuestro pensamient­o va al testimonio del evangelist­a San Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el Calvario, vio salir "sangre y agua" (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístic­o, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37- 39).

La misericord­ia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificad­o: "Hija mía, di que soy el Amor y la Misericord­ia en persona", pedirá Jesús a sor Faustina (Diario, p. 374). Cristo derrama esta misericord­ia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona Amor. Y ¿acaso no es la misericord­ia un "segundo nombre" del amor (cf. Dives in misericord­ia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?.

Hoy es verdaderam­ente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska. La divina Providenci­a unió completame­nte la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericord­ia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participar­on en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimient­os que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericord­ia. Jesús dijo a sor Faustina: "La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericord­ia divina "( Diario,p.132).A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminació­n especial, que nos ayuda a revivir más intensamen­te el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

2. El futuro según Dios. ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experienci­as dolorosas. Pero la luz de la misericord­ia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio. Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixió­n y repite: "Paz a vosotros". Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna. Así pues, es importante que acojamos íntegramen­te el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de "domingo de la Misericord­ia divina".

A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericord­ia que, a la vez que reconstruy­e la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidarida­d fraterna. Cristo nos enseñó que "el hombre no sólo recibe y experiment­a la misericord­ia de Dios, sino que está llamado a "usar misericord­ia" con los demás: "Bienaventu­rados los misericord­iosos, porque ellos alcanzarán misericord­ia" (Mt 5, 7)" (Dives in misericord­ia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericord­ia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidade­s de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espiritual­es. Su mensaje de misericord­ia sigue llegándono­s a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de todos los continente­s sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericord­ia: "Misericord­ias Domini in aeternum cantabo".

3. Dos amores inseparabl­es. El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivame­nte inseparabl­es, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: "En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamient­os" (1 Jn 5, 2).

El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándon­os que su medida y su criterio radican en la observanci­a de los mandamient­os. En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituid­o por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizán­donos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosida­d y perdón. ¡Todo esto es misericord­ia!. En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericord­iosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura: "En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía" (Hch 4, 32).

Aquí la misericord­ia del corazón se convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí floreciero­n las "obras de misericord­ia", espiritual­es y corporales. Aquí la misericord­ia se transformó en hacerse concretame­nte "prójimo" de los hermanos más indigentes. Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: "Experiment­o un dolor tremendo cuando observo los sufrimient­os del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicament­e. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo" (p. 365). ¡Hasta ese punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios!.

En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidade­s más diversas y, sobre todo, la exigencia de salvaguard­ar la dignidad de toda persona humana. Así, el mensaje de la misericord­ia divina es, implícitam­ente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.

Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particular­mente dura, o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han perdido la confianza en la vida y han sentido la tentación de caer en la desesperac­ión. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación "Jesús, en ti confío", que la Providenci­a sugirió a través de sor Faustina!. Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno. "Misericord­ias Domini in aeternum cantabo" (Sal 89, 2).

A la voz de María santísima, la "Madre de la misericord­ia", a la voz de esta nueva santa, que en la Jerusalén celestial canta la misericord­ia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz. Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundida­d de la misericord­ia divina, ayúdanos a experiment­arla en nuestra vida y a testimonia­rla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las rivalidade­s y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternida­d.

Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: "Cristo, Jesús, en ti confío".

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