LA INUTILIDAD DE LA FILOSOFÍA
“...mis besos te recorren en devotas hileras / encima de un sacrílego manto de calaveras, / como sobre una erótica ficha de domino”, Ramón López Velarde,
Te honro en el espanto.
Con motivo de esta voz, calavera, que unas veces es carta de lotería, texto satírico, acherontia
atropos, mote de los licenciosos o etimológica alusión a la calvicie, y otras signo excesivo de la vanidad, de lo efímero o de lo tóxico, y hasta refacción para automóvil, aunque no faltará quien refiera aquí su parentesco con la palabra “cadáver”, me enfrento a una reproducción del San Jerónimo escribiendo de Caravaggio. Se ve al santo en un extremo del cuadro, ensimismado, en actitud de quien estudia y escribe sobre materias tan graves como piadosas. Al otro extremo, sobre uno de los libros de Jerónimo, taciturna y cerrada, la calavera parece observar la sosegada expresión del santo. Este cuadro tiene un punto de contraste con el San
Jerónimo en su estudio de Alberto Durero. La calavera de Caravaggio nos remite a una visión futurista del cráneo de Gerónimo, mientras que en Durero, es Gerónimo quien usa las manos para establecer la fatídica similitud entre los cráneos, tocando con la mano izquierda su sien encanecida, y con la derecha el otro cráneo, o mejor, el cráneo
de otro. El Jerónimo escritor no advierte, de momento, esa oscura identidad entre la calavera viva y la muerta, mientras que el otro Jerónimo parece, en efecto, señalar con un gesto del todo elocuente esa correspondencia visible.
Ambos cuadros se inscriben en la iconografía tradicional, pues pintan a un Gerónimo que, salvando las diferencias fehacientes, también es el de Boticelli, Israhel van Meckenem, Leonardo, Filippino Lippi, Lucas Cranach el Viejo o Lorezo Lotto, por mencionar a algunos: y se ve al santo con una roca en la mano y semidesnudo, entre vegetación agreste, famélico, en clara acción de penitencia; y a menudo vestido con la capa cardenalicia, entre gruesos libros, traduciendo con infinita paciencia las Sagradas Escrituras, muchas veces en compañía de un león, símbolo canónico del apóstol San Marcos y sus férreas convicciones.
Sin embargo, la imagen de la calavera es casi omnipresente. Me recuerda el efecto inevitable de nuestra temporalidad: esa muerte tan caprichosa como fatalísima, y cuya inminencia salva al santo y condena al profano, como en la pintura de Frans Hals, Joven
sosteniendo una calavera, donde la profusión de la vida, finalmente de lo más cándida por ingenua, algún día tendrá que enfrentarse a su extinción. La calavera es la veritas,
la realidad definitiva. Ella es la vera, la más próxima de hecho, y la vereda, el camino sin bifurcación; la piel verdadera y esencial, la fuente de los poderes spinozistas del cuerpo. Ella habitó en Adán, y hacia ella caminó Jesucristo (en todo caso, no será inusual que el cráneo del primero aparezca en las escenas de crucifixión del segundo, situado al pie de la cruz, como en los grabados del propio Durero).
Esta providencialidad que acompaña a la calavera, y que deseo mostrar a través del tratamiento que recibe de parte de ciertos maestros pintores (pido perdón al genial José Guadalupe Posada), es paradójicamente confirmada por el juego de azar que llamamos lotería. Igual que la palabra sorteo, sus orígenes están relacionados con la tierra, específicamente con “porción de tierra”. Era común que después de una guerra los soldados se distribuyeran los territorios conquistados para vivir en ellos. Con el tiempo, legaban a sus hijos esa tierra, que era repartida en “lotes”. Aunque el reparto podía ser equitativo, la condición del lote no lo era, pues a uno podía tocarle la casa, pero al otro la tierra allende el río. Parece ser que este carácter azaroso del reparto relacionó la palabra hlauts (pedazo de tierra) con sorteo. Hoy, lotería es un juego de azar.
De pronto, la fatalidad de la calavera se convierte en posibilidad irredimible por efecto del juego, circunstancia sabiamente expresada por el verso que suele cantar el tirador de cartas cuando aparece la calavera: “Al pasar por el panteón, me encontré una calavera…”. Este juego de monstruosa consonancia es sorprendente: será resultado del más puro azar que en mi camino cruce con un cráneo, a menos que sea el camino que divide al panteón. Azar y fatalidad, eventualidad pura y predestinación. La calavera en las cartas de la lotería es un contrasentido que privilegia la abundancia del sentido, su inalterable devenir. No ignoro que la carta de la calavera puede ser eclipsada por la carta de la muerte. Creo, de cualquier forma, que se trata de un caso de laberíntica complementariedad.
Por eso los versos de Ramón López Velarde tenían que ser el epígrafe de estas líneas al vuelo. Encontrados accidentalmente cuando me enfrentaba al cuadro de Caravaggio y a la página virtual en blanco, los versos del poeta repiten por sí mismos, exquisita y asombrosamente, esta caótica experiencia de lo definitivo: la calavera y la ficha de dominó unidos en el arco de tensión de la poesía, la calavera y el juego de su provocativa sonrisa de “cuatro dientes y una muela”.