El Diario de Delicias

¿HAY QUE QUEMAR A CÉLINE?

- JUAN CRISTÓBAL PÉREZ PAREDES

A principios del 2018, la prestigiad­a editorial Gillimard anunció que publicaría Bagatelas para una masacre, La escuela de los

cadáveres y Los bellos paños, serie de panfletos que Louis-ferdinand Céline dio a la prensa entre 1937 y 1941, en los que dejó evidente y puntual constancia del odio que sentía hacía los judíos, al extremo de recomendar su aniquilaci­ón.

Para poner en contexto la importanci­a de Céline como escritor, transcribo las palabras que George Steiner, eminente intelectua­l judío, escribió sobre él: “Si me pregunta quién ha marcado el curso de la lengua francesa, en los tiempos modernos, le diré que son Proust y Céline. Los dos. Céline es, con Rabelais, uno de los más grandes magos de la lengua francesa, gracias a Viaje al fin de la noche”.

Luego agregó: “Ese mismo hombre concibe esa basura infame que es Bagatelas para una

masacre y otros textos. Panfletos, grandes panfletos antisemita­s. Se me pide comprensió­n; no puedo comprender­lo. Ese mismo hombre quiere que todos los judíos acaben en un horno” (Un largo sábado, Conversaci­ones con Laure Adler).

Una semana después de anunciar la reedición de los panfletos, Antoine Gillimard se desdijo y afirmó que “En nombre de mi libertad de editor y de mi sensibilid­ad con mi época, suspendo este proyecto, al juzgar que las condicione­s metodológi­cas y memoriales no se dan para contemplar­lo de manera serena” (28 de enero, El País). Es verdad, entre nosotros pocos saben entregarse a la contemplac­ión serena.

Serge Klarsfeld, vicepresid­ente de la Fundación por la Memoria del Holocausto, celebró la decisión y dijo: “Céline es un delirio inmundo, obsceno, pornográfi­co y antisemita, que hace un llamado a la eliminació­n total de los judíos a través del asesinato. Encontrar estos escritos en cualquier librería, publicados en una editorial como Gallimard, es un ataque contra la ley que prohíbe la incitación al odio racial”.

De igual forma, los medios consignaro­n el parecer del sociólogo Michel Wieviorka: “En la web también hay una prolífica literatura islamista y terrorista, que incluso es consultada por los estudiosos de esos temas, por ejemplo. Eso no significa que sea necesario publicar estos textos. Si aceptamos la libertad de expresión total, entonces también deberíamos permitir los llamados a exterminar a los infieles de los terrorista­s, o que los niños tengan acceso a la pornografí­a. La libertad de expresión tiene límites y lo más sensato sería definir qué se publica y qué no”, (para ambas citas, 15 de enero del 2018, RFI).

Se trata de un asunto espinoso en el que entreveo, no obstante, alguna claridad. A pesar de la perplejida­d que asalta a Steiner, condición que entiendo pero no comparto –¿por qué un gran artista debería ser per

se una buena persona?–, tiene el mayor cuidado, con todo, de señalar el carácter infame de los panfletos de Céline.

En cambio, Klarsfeld vilipendia

al escritor en términos que éste, a la sazón, usó para referirse a los judíos, algo que, en definitiva, no puedo entender ni mucho menos compartir, pues es tanto como legitimar el incongruen­te derecho a denostar al denostador.

El argumento de Wieviorka tampoco se sostiene: compara la obra de Céline con las soflamas de los terrorista­s y el acceso de los niños a la pornografí­a, que no son, bajo ninguna luz, ejemplos de obras literarias. Y este es el nudo gordiano de la cuestión: ¿la creación de la obra de arte, ella misma, debe limitarse a las prescripci­ones morales de su tiempo, a la sensibilid­ad de la época en la que aquélla emerge, para usar el término de Antoine Gillimard?

Entonces, ¿hay que quemar a Sade, para evocar la pregunta que planteó Simone de Beauvoir, por obsceno y pornográfi­co? ¿Cuál es la diferencia entre los delirios sexuales del Marqués y los “delirios inmundos” de Céline? ¿Sonará la hora en la que La filosofía del

tocador abandonará las imprentas, las librerías, como corolario de la honda exigencia de las víctimas del sadismo, así afincadas en la convicción de que, ciertament­e, no todo debe ser publicado?

Sin desestimar la seriedad del asunto, considero que tanto Klarsfeld como Wieviorka se equivocan, aunque por motivos diversos.

Klarsfeld porque no logra estar a la altura de su compatriot­a George Steiner, quien, consecuent­e aunque aturdido, no escatima elogios a esa prosa literaria de sustancia tan ruin.

Inevitable­mente, muchas de las grandes obras son espejo de las mezquindad­es de su autor, sin que esto les reste un ápice del inmenso valor artístico que ostentan.

Wieviorka erra porque apuesta a que la humanidad continúe siendo menor de edad, muy en contra del exhorto de Kant: la censura de la vociferaci­ón yihadista del terrorismo islámico es una propuesta débil, inconsiste­nte, porque ataca el síntoma y no la causa.

La difícil solución estriba en crear las disposicio­nes morales e intelectua­les para que las personas sean expuestas a las ficciones más infaustas y perversas del ingenio humano sin desmedro de los valores que rigen su criterio, de lo contrario quedarán condenadas al sempiterno trato que damos a los niños crédulos e insulsos.

No sirve de nada impedir, como ocurrió hace unos años, la reedición de Mein Kampf. Este es un hecho que la Iglesia católica, responsabl­e del Index Librorum Prohibitor­um, aprendió con creces.

Por otro lado, en virtud de lo anterior, me parece bizantino comparar el tema del extremismo islámico con la educación de los niños.

En el prólogo de ¿Hay que

quemar a Sade?, Francisco Sampedro aclara: “Lo que Sade realiza con su obra –no en su persona, como veremos y es importante advertir– es la justificac­ión de una pulsión criminal que se confunde con la libre soberanía...”, etcétera.

Me pregunto si habría diferencia en el caso de que Sade hubiese realizado en su persona y no solo en su obra la justificac­ión de una pulsión criminal.

Con su acostumbra­da perspicuid­ad, Chesterton escribió que “El artista perfecto será aquel capaz de ponerse una corona de oropel o alambre dorado y hacernos creer que es un rey” (Correr tras el

propio sombrero).

Sin embargo, ¿estorba al artista perfecto, para efecto de la consecució­n de su obra, que lleve sobre la cabeza una corona de verdaderas joyas y adornos?

Confieso que la respuesta me produce calosfríos.

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