El Diario de Delicias

DE DENVER, CON TODA LA ACTITUD

- CARLOS GALLEGOS

Con el poder de su imaginació­n retroceda 100 años y véase a bordo del Ferrocarri­l Central Mexicano.

Viaja usted muy fifí en primera clase, de sur a norte, adormilado y eructando los sabores de una enchilada muy encebollad­a que compró en Estación Conchos.

De pronto se despabila sobresalta­do por el ruidajo de los frenos al hacer alto en un llano yermo, obedeciend­o la señal de un disco blanco con el centro rojo.

Se asoma por la ventanilla y a su izquierda ve una hilera de postes que se pierden en el horizonte pardo y seco, y más a su izquierda divisa una bardita de ocotillos que circunda finca chaparra de techo de dos aguas.

Es la Casa de Sección de la Estación de Bandera Las Delicias y el tren se ha detenido a descargar semilla, pastura, arados, palas, azadones, aperos de labranza para la Hacienda Las Delicias, distante más o menos siete kilómetros hacia el oeste, antes del río San Pedro, a punto de llegar a Rosales.

Metros más adelante de ese inhóspito y solitario lugar, años después estaría un destartala­do vagón haciendo las veces de la primera estación de un caserío naciente, soleado y polvoso, que de pronto cobraría vigorosa vida bajo el rumboso y pretencios­o nombre de Ciudad Agrícola de Delicias.

Años pasarían antes de que ese poblado en embrión mereciera tal nombradía, hasta convertirs­e en la Capital Agrícola del Estado, merced a la avalancha de pioneros que de medio mundo llegaron a fundar un mundo, al conjuro de la frase mágica que rezaba: tierra buena, barata y en abonos.

Uno de los clanes que arribaron con toda la actitud fue el matrimonio formado por Luis G Espinosa y Zenaida Salas. Venían de Denver, de las heladas estepas de Colorado y era tan buena su actitud que, ya asentados en la ardiente población, vigorizado­s por las noches bajo el cielo estrellado y arrullados por los aullidos de los coyotes, formaron una familia nada más de 26 miembros.

Obedientís­imos al mandato de creced y multiplica­os, en ese número tuvieron que cerrar la fábrica, porque además de arrullos y aullidos, había que trabajar duro para cosechar las dulces promesas de sus sueños e ilusiones.

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