DICHARACHOS
Ampliamente conocida es la sentencia “Pienso, luego existo”, del filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650), expresada así en su ensayo “Discurso del Método” (1637): “No tardé en advertir que aunque quisiera pensar que todo era falso, necesario era que yo, mientras lo pensaba, fuera algo. Y remarcando que tal verdad: ‘Yo pienso, luego existo’, era tan firme y cierta que quebrantarla no podían ni las más extravagantes exposiciones de los escépticos, juzgué que podía admitirla, sin escrúpulos, como principio primero de la filosofía que estaba buscando.”
A partir de tal premisa filosófica, el pensamiento es contemplado como prueba de la preexistencia del ser: no se puede pensar sin existir previamente. Debido a ello, Descartes es considerado como uno de los principales representantes del racionalismo europeo.
Ciertamente el pensamiento es un elemento intrínseco del ser humano, y llamamos Razón al dominio de tal facultad, mediante el proceso reflexivo, de carácter evaluativo sobre los contenidos de la mente, seleccionando entre ellos una apreciación personal de la existencia y del ser propio, definiendo nuestra idiosincrasia y carácter.
Como toda facultad corporal, la mente humana requiere desde los primeros años de vida de un prolongado proceso de aprendizaje, en parte espontáneo, posteriormente reforzado por la educación recibida, en gran parte del mundo en nuestros tiempos instituida como inalienable derecho del ciudadano, con carácter de obligatoriedad y gratuidad, si bien el monto de la economía familiar resulta un factor decisivo en los niveles accesibles de alcanzar, principalmente en los llamados estudios superiores.
No obstante, resulta evidente que la facultad de desarrollo del pensamiento varía de modo notable según los individuos, más o menos dotados para un óptimo resultado en el pleno aprovechamiento del proceso educativo, e igual puede decirse sobre la facilidad personal en las manualidades, la capacidad física en el terreno deportivo, la entrega al placer de los juegos, la aptitud memorística, incluso sobre el mayor o menor nivel de sensibilidad alcanzado en el aprendizaje de la vida, pudiendo hablarse de capacidades y virtudes propias de cada individuo más allá del carácter y extensión de la enseñanza recibida.
Así pues, el desarrollo del proceso reflexivo depende de modo esencial de la personalidad intrínseca del individuo desde su infancia.
Como consecuencia de ello, hay aquellos para quienes todo acto en la vida es sometido previamente al tamiz de la razón reflexiva, y aquellos quienes se dejan guiar fundamentalmente por el instinto, definido por el Diccionario de la Lengua Española como un conjunto de reacciones predeterminadas, comunes a todos los individuos de una misma especie, cono respuesta automática a determinado estímulo. Se precisa que los animales simples responden al medio de un modo espontáneo e inmutable, pero a medida que una especie es más compleja y evoluciona, su conducta depende menos del instinto y más del aprendizaje. Se concluye que en el ser humano, el comportamiento se gobierna por las experiencias adquiridas tanto social como individualmente y sus actos inconscientes se encuentran modelados por el aprendizaje y por una especie de intuición más allá de la reflexión, justamente lo que llamamos instinto.
Ahí es donde llegamos al dicho que hoy nos ocupa, un tanto ligero e incluso burlón: “A tontas y a locas”, destacando el alejamiento del individuo de la razón pensante, de la reflexión previa a los actos, del predominio del instinto como espontánea respuesta a las circunstancias de la vida, sean cuales fueren éstas, por puro instinto irreflexivo, en ocasiones de modo torpe, en otras afortunado, ya que el instinto es poseedor también de sus propias virtudes cognoscitivas.
Múltiples calificativos peyorativos suelen ser aplicados a tales individuos: atolondrados, atarantados, disparatados, alocados, así como otros más benignos e incluso un tanto comprensivos: impetuosos, distraídos, coincidiendo todos en la falta de serenidad propia de la reflexión y más tajantemente, en la falta de juicio.
Sin embargo, es de señalar que los individuos actuantes por el simple instinto suelen hallarse por lo general descargados de las mil preocupaciones propias del dominio excesivo del pensamiento, tomándose la vida con alegre desenfado, con mayor libertad interna que aquellos sujetos a los imperativos de la razón, pudiendo incluso decirse de ellos que llevan una existencia más dichosa que la mayoría de las gentes, pese a las eventuales consecuencias negativas de su actitud irreflexiva, contempladas con un relativo distanciamiento dada la frecuencia de las mismas, aceptadas como posibles de antemano, en una especie de juego de azar en el que en ocasiones se gana y en ocasiones se pierde, plenamente incorporado a su concepción propia de la existencia y a la confianza en las virtudes del irracional instinto, siendo el balance de logros y fallos aceptado sin vanas lamentaciones.