Ojo en el cielo
Ciudad de México— La mejor lección para tener una sociedad segura me la dio un amigo yucateco. Cenábamos en un restaurante del apacible Parque de Santa Lucía –uno de mis sitios preferidos de Mérida– y yo le preguntaba a qué se debía que en esa ciudad rara vez ocurren crímenes como los que comienzan a volverse comunes en casi todo el país.
“Es muy sencillo”, me dijo. “Cuando los yucatecos vemos que algo anda mal en nuestra cuadra, no nos encerramos en casa a piedra y lodo. Vamos a donde está el problema y nos metemos”.
En el resto de México, esa receta rara vez se aplica. En el resto de México la delincuencia siempre es una cosa que ya estaba ahí y le toca arreglar a alguien más.
Allí uno puede encontrar distintos tipos de excusas para no involucrarse en algo que, por simple lógica, es problema de todos.
Por ejemplo, la excusa intelectual, que consiste en sentarse en un café, pedir un latte y tuitear que la delincuencia es culpa del gobierno.
Quienes la practican se lavan las manos diciendo que “el gobierno” es cómplice de los criminales o bien es ineficiente a la hora de combatirlos. Las dos explicaciones se pueden manejar de forma indistinta e incluso simultáneamente.
También existe la excusa emocional: el problema es tan grande que rebasa a un simple ciudadano.
“A mí no me pagan para resolver esos problemas”, suelen expresar quienes esgrimen dicho pretexto. “¿Por qué me he de meter yo? Para eso hay autoridades, que ellas se encarguen”.
Luego, la excusa del avestruz. Aquí no pasa nada. Y si pasa, es una simple ilusión.
“Esa persona a la que están asaltando, quién sabe quién sea. Nunca la había visto. En una de esas, ni mexicana es. Y al que está asaltando, pues menos”.
Pero este avestruz no mete la cabeza en la tierra, sino la esconde detrás del celular. “Alguien tiene que grabarlo para luego subirlo al Face, ¿o no?”.
Finalmente, la excusa sociológica. El crimen no existía en los tiempos precolombinos, pero luego llegaron los españoles y el mestizaje creó usos y costumbres que no entendemos.
“Con las tradiciones de un pueblo, con sus creencias, más vale no meterse”, dijo una vez alguien que a menudo echa mano de ese pretexto. “Es parte de la cultura y las creencias de los pueblos que representan al México profundo”.
El denominador común de todas las actitudes anteriores es hacerse el disimulado ante la delincuencia y pensar que esa inacción está justificada. Ya sea porque nada se puede hacer ante un poder tan grande o porque el crimen es la respuesta correcta frente a una situación de injusticia creada por otros.
“Somos más los buenos”, dice el lugar común de los mexicanos que sostienen que basta con creer que los criminales son minoría para que el delito se vaya.
No sé si son más los buenos. Hace unos días, en una clase de nivel universitario, quien hablaba ante el salón pidió a sus alumnos discutir el tema del robo del jersey durante el Súper Tazón de la NFL. La mayoría de ellos opinó que no era tan grave. Una alumna fue buleada por decir que robar era pecado. Al enterarme, tuve que concluir que la mayoría hubiera hecho lo mismo que el ladrón del vestidor.
Pero eso es porque el robo –la más importante entre las expresiones de la delincuencia– ha sido transformado en el imaginario colectivo en una especie de plaga de Egipto que cayó sobre nosotros y de la que no nos podemos deshacer fácilmente.
En este país, la delincuencia existe como existen los amaneceres. Es obra del México profundo o de un poder superior. Eso piensan muchos (por desgracia, quizá la mayoría). Más vale no perder el tiempo tratando de combatirla, razonan.
De ahí que nadie se meta ante las agresiones de esa punta de cobardes que se hacen llamar Los Centinelas. O que los videos de asaltos callejeros circulen por las redes sociales como si los hubiera grabado el ojo del cielo. O que pueblos enteros participen del robo de combustible.
¿Cuándo será la delincuencia algo que a todos nos ataña, un problema cuya solución depende de todos?.