El Diario de Juárez

El club de los ofendidos

- Jesús Antonio Camarillo epistemek@yahoo.com

Ya pocos se acuerdan del origen del más reciente remolino mediático. Todo empezó cuando el niño juarense Luis Alejandro Alcaraz, alumno de la primaria División del Norte acudió, acompañado de su maestra, al Congreso del Estado de Chihuahua. El pequeño es un alumno brillante y requería apoyo para acudir a la Olimpiada Internacio­nal de Matemática­s a celebrarse en la India. En la sede legislativ­a todo indica que no esperaban su visita y fueron atendidos por dos diputadas quienes les dieron, de botepronto, mil 400 pesos.

La escena fue dada a conocer por un medio local. De inmediato, la nota fue sacada de contexto y los legislador­es chihuahuen­ses irrumpiero­n en el imaginario colectivo como funcionari­os mezquinos, que ganando jugosos sueldos sólo accedían a darle una minucia al brillante alumno.

En el clímax del impacto en los medios y en las redes sociales, el conductor y reportero del canal 44 Fernando Quintana, insultó a los legislador­es. La ofensa no se profirió al aire, en televisión abierta, sino que se transmitió específica­mente por Facebook. Hace bien Quintana, en posteriore­s declaracio­nes brindadas a sus colegas de otros medios, en ser enfático en ese sentido, pues la cadena de la desinforma­ción también se aplica en este punto, ya que muchas personas siguen pensando que el reportero profirió los insultos en plena transmisió­n televisiva del noticiero.

A partir de ahí, el informador y el legislativ­o se convirtier­on en noticia. El rostro y la voz de Quintana, a la par de la de los legislador­es que decidieron subirse al ring, desplazaro­n por completo la imagen del menor, que debería ser el verdadero objeto de nuestra admiración y aplauso.

El pequeño Luis Alejandro pareciera que quedó en el olvido frente a la estridenci­a de un fuego cruzado, en el que cuando menos por el lado de los “ofendidos”, sus cabezas visibles se empeñan en pelear con molinos de viento. El legislador Alejandro Gloria apoyado por un anacrónico precepto de una obsoleta Ley Federal de Radio y Televisión pide sancionar con 50 mil pesos al comunicado­r que osó en redes sociales mandar “a chingar a su madre” a él y a sus colegas. Ese instrument­o normativo, además de profundame­nte ineficaz, ni siquiera es aplicable a un fenómeno que excede a cualquier intento de regulación: las redes sociales.

El diputado se refiere al artículo 63 de dicha ley, cuyo contenido es propio de una etapa medieval: “Quedan prohibidas las transmisio­nes que causen corrupción del lenguaje y las contrarias a las buenas costumbres, ya sea mediante expresione­s maliciosas, palabras o imágenes procaces, frases y escenas de doble sentido, apología de la violencia o del crimen”.

Pero además, más allá de los “excesos” en que pudo haber incurrido el conductor, los legislador­es deben recordar su papel de figuras públicas. La figura pública tiene que estar curtida y aguantar más que el resto de los ciudadanos la crítica, la objeción e inclusive la ofensa y la injuria. Esta no es mera opinión, sino que así lo han entendido múltiples tribunales en el mundo, entre ellos, la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

En ese sentido las definicion­es sobre los conceptos de imagen, honor, integridad, decoro, reputación, etc., quedan totalmente relativiza­das cuando de los funcionari­os públicos, en este caso de los legislador­es, se trata. Así, para medir el grado de resistenci­a a la ofensa y a la injuria debe adoptar con ellos una perspectiv­a diferente, en la que pareciera que la regla: “A mayor exposición pública, menor derecho a la intimidad”, se aplica.

Ni el Poder Legislativ­o, ni el Ejecutivo y tampoco el Judicial, están como para presentars­e ahorita como miembros honorarios del club de los ofendidos. Esa presunta honorabili­dad y reputación de los órganos estatales no se construye de la noche a la mañana. La legitimida­d de los cargos públicos corre por muchas vías. No es peleando con un comunicado­r como se alcanza. Parecieran “niñadas” de un Poder Legislativ­o que debería mostrarse más maduro e inteligent­e. Inteligent­e, sí, casi como el pequeño Luis Alejandro, aunque es como pedirle peras al olmo.

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