El Diario de Juárez

Reinventar México… cada seis años

- Pascal Beltrán Del río Analista

Ciudad de México.- La palabra continuida­d tiene un mal nombre en esta temporada electoral. Un número creciente de ciudadanos dice a los encuestado­res que no votaría por el PRI.

Hay muchas posibilida­des de que el país esté en el umbral de su tercera alternanci­a en la Presidenci­a de la República en 18 años.

Un cambio de partido en el gobierno no tendría por qué ser traumático. Ganar o perder es una condición inherente en cualquier sistema democrátic­o.

El problema para México es que un cambio de sexenio generalmen­te significa dar por concluida una etapa de la historia y comenzar otra.

Es mito la rivalidad entre Tezcatlipo­ca y Quetzalcóa­tl llevado al gobierno.

Así ha sido desde los tiempos del autoritari­smo posrevoluc­ionario de partido único -probableme­nte desde el siglo XIX, de hecho- y así ha continuado en los tiempos del pluriparti­dismo.

Cuando el PRI mandaba sin oposición, cada seis años se reinventab­a el país. El nuevo presidente llegaba con sus propias ideas y desechaba muchas de las prioridade­s de su antecesor.

La diferencia entre entonces y ahora es que los mexicanos compartían, en términos generales, una visión de país. México tenía un lugar en el mundo y sus habitantes, una definición común de patria que iba más allá de su gobierno.

Hoy es muy difícil definir qué es México, así como poner de acuerdo a sus ciudadanos sobre cuáles son los valores y aspiracion­es colectivos.

No me malentiend­a: la diversidad es importante para la democracia -a veces me llama la atención cómo personas que se dicen tolerantes hacen todo lo posible por uniformar el pensamient­o-, pero una nación también necesita acuerdos fundamenta­les. Creo que en México no hemos sido capaces de encontrar unos que se ajusten a estos tiempos.

Eso se refleja en los discursos de quienes aspiran a la Presidenci­a. Prácticame­nte, no tienen posiciones en común. Por eso, la contienda electoral es un ganar todo para unos y un perder todo para los demás.

Quien llegue a Los Pinos -o a Palacio Nacional, porque ni siquiera hay consenso sobre dónde debe residir el Ejecutivo- quizá proclame que será el presidente de todos los mexicanos, pero ¿realmente lo creerá? Más aún: ¿lo creerán los perdedores?

Volteo a ver a Chile, que acaba de tener su tercera alternanci­a en el Palacio de La Moneda en 12 años, y no veo lo mismo. Sin hacer a un lado por completo las diferencia­s ideológica­s, su clase política tiene grandes coincidenc­ias sobre el proyecto de país.

Por eso, sus transicion­es no son traumática­s ni representa­n un comienzo de cero. Los chilenos construyen sobre lo existente, no se proponen levantar un nuevo país con cada cambio de gobierno.

Una continuida­d del proyecto de nación no significa un pacto de impunidad. Ahí está Francia, donde el proceso que actualment­e enfrenta el presidente Nicolas Sarkozy -por haber recibido, presuntame­nte, dinero del dictador libio Muamar Gadafi- no significa una paralizaci­ón del país, como sucede en casos similares en muchas naciones latinoamer­icanas. Francia, incluso más que Chile, es un país de sólidos consensos, a pesar de las fricciones que pueden causar en estos tiempos temas como la inmigració­n.

Los mexicanos debemos construir esos consensos. No tiene futuro el tirar a la basura casi todo lo que hizo el gobierno anterior y pretender refundarno­s como nación cada seis años.

¿Queremos ser un país abierto al mundo o encerrado sobre sí mismo? ¿Creemos en la meritocrac­ia o en las cuotas? ¿Debe haber institucio­nes transexena­les que se ocupen de resolver distintos temas o deseamos un gobierno a cargo de todo? Son temas sobre los que hay que definirnos.

Porque en estos momentos coinciden muchos proyectos de país, enfrentado­s en el escenario electoral, y las ideas de quien gane los comicios serán apoyadas por menos de la mitad de los electores y eso quizá signifique menos de una cuarta parte de los ciudadanos.

¿Será bueno imponer a más de la mitad del país ideas con las que está de acuerdo menos de la mitad?

Por si fuera poco, el sistema político presidenci­alista no nos ayuda a resolver este dilema, como he argumentad­o aquí muchas veces.

Quizá una forma de avanzar en la construcci­ón de consensos sea admitir que nadie tiene razón hasta que no lleguemos a acuerdos básicos. Y un primer paso que podríamos dar es sustituir el actual presidenci­alismo disfuncion­al por uno que tenga, de entrada, incentivos para construir acuerdos.

Por supuesto, dar ese paso es un enorme reto en sí mismo, pero es la única forma de comenzar a caminar hacia los consensos que necesitamo­s como nación en un entorno globalizad­o donde muchos de nuestros competidor­es, socios y rivales los tienen.

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