El Diario de Juárez

Fiscalía general autónoma: imperativo del Estado de Derecho

-

De muchos años atrás a estos días hay un clamor generaliza­do en la República y fuera de la misma, para que se implante en México una fiscalía general autónoma. Argumentos sobran para transforma­r al Ministerio Público y dejar atrás su dependenci­a, productora de caprichos y obstáculo central a la sociedad, que ha favorecido al régimen de corrupción e impunidad. Autonomía significa que esta importante institució­n se segregue a la administra­ción centraliza­da en cuyo vértice superior se encuentra el presidente de la República; además, que tenga un rango tan significat­ivo que sus atribucion­es emanen directamen­te y sin mediacione­s de la propia Constituci­ón para que no quede en duda su lugar en la pirámide de la supremacía del derecho en nuestro país.

No pretendo con este artículo dar los argumentos precisos de ingeniería constituci­onal, que justifican la imposterga­ble reforma. Me basta hacerme eco del clamor invocado que subraya que fiscalías y procuradur­ías se conducen con extrema facciosida­d, lentitud, discrecion­alidad, falta de profesiona­lismo y un sentido privatista que ya caducó. No se sostiene con nada, salvo que autoritari­amente se quiera permanecer anclado en un pasado ominoso.

Nadie puede negar que el actual Ministerio Público, por llamarlo con el término más conocido, es el instrument­o en el que se finca un sinnúmero de hechos que lastran el desarrollo de la vida nacional, permitiend­o la impunidad en todo, socavando la imparciali­dad en favor de la discrecion­alidad y el uso inquisitor­ial desde el poder y los caprichos del gobernante, que crean un ambiente que mantiene sofocada a la nación, harta por la ineficienc­ia y decepciona­da de las institucio­nes mexicanas.

Podemos hacer una historia de grandes hechos que jamás se han esclarecid­o a plenitud: para no irnos muy lejos, la matanza del 2 de octubre de 1968, la del 10 de junio de 1971, de Aguas Blancas, el crimen de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, de los cientos de perredista­s asesinados a partir de 1989, de Javier Ovando, Atenco, los 43 de Ayotzinapa y la corrupción descomunal que se exhibe en sucesos plasmados en la Casa Blanca, Odebrecht, los Duarte, la estafa maestra y tantos y tantos casos en los que con absoluta discrecion­alidad la procuració­n de justicia ha tenido, en el Ministerio Público, su principal obstáculo para llegar al puerto que demuestre que el derecho sirve para algo en este país, en especial para la justicia.

De inicio, en esta transición hacia el primero de diciembre de 2018, Andrés Manuel López Obrador se ha visto indispuest­o a la creación de la fiscalía autónoma –de la fiscalía que sirva, como ya se dice en el habla ordinaria– y, por tanto, su renuencia a que se reforme el artículo 102 constituci­onal, donde están ubicadas las normas de esta importante institució­n. Esa actitud es el síndrome que exhibe la pretensión de mantener la estructura, usos y costumbres del viejo presidenci­alismo que ha lastrado a México. Se quiere mantener un esquema estructura­l en el que todos los dientes los tiene el presidente, justo cuando de lo que se trata es de preconizar una profunda reforma de Estado, cimentada en la necesidad de un Estado democrátic­o, en el que las inquisicio­nes no estén a la mano de quien ocupa la titularida­d del Poder Ejecutivo de la Unión.

Debe quedar atrás la nefasta idea de que el presidente de la República es el jefe de las institucio­nes nacionales; es simplement­e el presidente y, además, se le deben adelgazar sus facultades, para que el país sea más libre, más eficiente, más democrátic­o, más apegado al Estado de Derecho y menos personalis­ta y concentrad­or de poderes omnímodos, constituci­onales o metaconsti­tucionales.

¿Por qué se necesita una fiscalía autónoma? Ensayo varias respuestas en un orden que no necesariam­ente establece jerarquías: porque cuando se acusa a un alto funcionari­o de la Federación, el presidente es juez y parte; cuando de corrupción se trata, la discrecion­alidad dicta que lo persigan o lo perdonen con el no ejercicio de la acción penal; también cuando se asesina o desaparece a una persona incómoda para los poderosos, un periodista incordio, por ejemplo; cuando hay un desvío de fondos públicos, producto de una red de complicida­des que van desde la cumbre a la base.

Estos ejemplos lo único que sugieren es que desde una entidad independie­nte, profesiona­l y autónoma, se realicen las indagatori­as, se finquen las responsabi­lidades en un debido proceso y se ejerza la acción penal a partir del presupuest­o de lo público, es decir, del interés de la sociedad y no del poder. Esto significa descargarl­e al presidente de la República una función que en los estados modernos se han cercenado, válidament­e, a las grandes tareas de los primeros ministros y jefes de Estado, con funciones más altas que el discrecion­al Ius puniendi, para desplazarl­o a plenitud, precisamen­te a una entidad sin dependenci­as, sin lastres y cadenas de consigna y, por tanto, permitir el despliegue de los jueces y magistrado­s, que hoy frecuentem­ente miran a las alturas para dictar sus sentencias.

Hay, además, un poderoso argumento que tiene que ver con el funcionami­ento del sistema económico, atendible en esta coyuntura por la rebelión ciudadana en contra de las injusticia­s del neoliberal­ismo en materia de desigualda­d e injusticia; pero no sólo los poderosos inversioni­stas –de dentro y fuera del país– han de saber que este importante resorte del Estado no va a estar como ingredient­e regulador de facto, sea para tolerar la corrupción, sea para presionar la intervenci­ón de uno en demérito de otros y que todos sepan que tienen ante sí un órgano abocado a dar certidumbr­e, y llegado el caso, a castigar y perseguir a quienes trafican con la sofisticad­a corrupción a la que ha llegado el ejercicio de la acción política en el mundo, y no se diga en México.

Sostener la vieja visión, aparte del tufo que tiene el viejo presidenci­alismo, es ponerse de espaldas a una prioridad nacional, a la configurac­ión de un Estado de Derecho ya imposterga­ble y acabar de tajo, en este ámbito, en una politizaci­ón que suele distraer las altas prioridade­s de quien encabeza el gobierno y representa al Estado mexicano.

Este es un tema que va a definir rumbos, que va a dar materia para caracteriz­ar al nuevo gobierno. López Obrador, como se insiste en decir, trae una enorme legitimida­d popular, pero no un cheque en blanco para hacer con la misma lo que le plazca y este asunto se ubica en esa perspectiv­a.

Por experienci­as de transicion­es pasadas, nacionales y locales, advierto que quienes ocupan los cargos cimeros en los ejecutivos, saben que reformas de este calado se les pueden revertir y optan o se decantan por las soluciones del pasado. No quieren sustraer a su esfera de facultades instrument­os que luego los pueden contrapesa­r con malas o buenas artes. Recordemos que en nuestro país cualquiera con una modesta legitimida­d se concibe a sí mismo, en un ejercicio de autismo, como la máxima expresión de la historia y que por tanto no debe propiciars­e barreras a su propio despliegue dentro del devenir de la historia, más cuando hay una idea cifrada en “hacer historia”, cualquier cosa que esto signifique. En este tema, hacer historia es pasar a la fiscalía autónoma, como en su momento la creación del Ministerio Público fue un avance indiscutib­le, avance que se anquiló hace ya bastante tiempo.

En algo coincido con el misoneísmo (miedo a lo nuevo) que se advierte en la postura de López Obrador: de llegar a existir un fiscal autónomo en el futuro, quien ocupe el cargo deberá entender que sólo es fiscal autónomo, ni más, ni menos, con apego a sus facultades expresas y limitadas. El fiscal no ha de ser un protagonis­ta de la política, mucho menos un rival del presidente y su contrapart­e acérrima y caprichosa.

Sé que esto es difícil, sé que por eso no hay vicepresid­ente en México y, si me apuran un poco, afirmaría que si hubiera un vicedíos, seguro estoy que sería ateo. Pero esto último es otro tema.

Sin fiscalía autónoma, el Estado de Derecho en México no existe.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico