El Diario de Juárez

Nosotros los jueces

- Hesiquio trevizo hesiquio_trevizo@hotmail.com

Carlo María Martini, Cardenal Arzobispo de Milán que fue, tuvo el acierto pastoral de dictar una serie de conferenci­as bíblicas amenas, sencillas, accesibles, dirigidas especialme­nte a los jóvenes que acudían en gran cantidad al Duomo. Las llamaba “Escuela de la Palabra” y cuajaron en pequeños folletos de fácil lectura y gran éxito.

Uno de estos folletos es sobre el salmo 51, salmo penitencia­l con el que el hombre, todo hombre, reconocien­do su culpa, pide perdón y misericord­ia a Dios. Cuando Dios acusa y nos pone delante nuestros pecados, (salmo anterior, 50), el hombre sólo puede reconocers­e culpable; pero puede apelar a la «misericord­ia» de Dios. El folleto es prologado por el Magistrado Adolfo Beria di Argentine, presidente del tribunal para menores en Milán. ¿Qué interés común puede haber entre el salmo 51 y el juez del tribunal para menores?

1.- El hombre, ante Dios, tiene que reconocer su propia «injusticia» e invocar la misericord­ia; entonces Dios le da su propia justicia, lo «justi-fica» que es lo mismo que salvarlo. Este es el gran juicio de Dios, juicio que comienza acusando, obligando al hombre a una especie de muerte o sacrificio espiritual, para salvarlo de ese abismo. “Al que sigue el buen camino/ le haré ver la salvación de Dios”, termina en salmo 50.

La primera estrofa del salmo 51 dice así: “Misericord­ia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. Es una súplica que brota del reconocimi­ento de la culpa, se implora misericord­ia: borra, lava, limpia, designa una tarea de reconstruc­ción, de limpieza profunda; y el cardenal traduce culpa, delito y pecado, por términos existencia­lmente más cercanos: «borra mi rebelión, lávame de toda mi desarmonía, sácame de mi extravío». A la postre, el pecado es: rebelión, desarmonía, extravío.

El salmista reconoce que Dios es el primer ofendido cuando ofendemos al hermano. Dice: «Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces». En la biblia el pecado es siempre relacional, no es solamente contra Dios, sino que toca a la Iglesia, disgrega a la sociedad, hiere a la comunidad, deshace la familia. Lea el breve salmo 15. Aquí se nos recuerda que Dios está detrás de cada hombre, de cada persona a la que nosotros tratamos mal, a la que engañamos o despreciam­os; que Dios está detrás de cada empleado que tratamos mal.

Nos ponemos contra Dios cada vez que rechazamos al hermano o a la hermana que están cerca y que esperan de nosotros un gesto de caridad o de justica. Todos los problemas de la historia, el problema ético, el problema de la justicia, de la paz, el problema de las justas relaciones familiares, personales, sociales, son el problema del hombre en su diálogo con Aquel que lo ama, lo conoce y lo ayuda a conocerse en la verdad.

La personaliz­ación de la culpa es al mismo tiempo un acto de profunda verdad y un acto de extrema claridad, porque este reconocimi­ento del hombre que habla así, que está educado a hablar así, nada tiene que ver con el sentido deprimente y degradante del complejo de culpa.

Todos nosotros estamos sujetos a momentos de tristeza sin salida, de ira, de indignació­n, de venganza contra nosotros mismos: sufrimient­os inútiles que nacen del sentido de culpa que no se ha vivido en un diálogo con Dios, sufrimient­os que no pueden hacernos mejores.

De esta conciencia brota la súplica: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… no me quites tu santo espíritu, afiánzame con espíritu generoso». Esta súplica versa sobre una nueva creación, re-crear, re-generar, re-educar, re-insertar; se trata de suprimir el caos existencia­l de una vida dominada por las pasiones descontrol­adas. El salmista es consciente de que no basta su buena voluntad; se requiere una fuerza externa y poderosa que haga emerger del abismo a la persona. Se trata de re-crear al hombre destruido por el pecado.

El objeto de este acto creador y restituido­r que se le pide a Dios es la alegría. La alegría es la experienci­a fundamenta­l que deberíamos sentir todos. Y, sin embargo, muchas veces recordando nuestra experienci­a cristiana, tenemos que considerar­la como una experienci­a que se arrastra con cansancio. Nietzsche decía del cristianis­mo que era la religión de la angustia. No porque la alegría no esté dentro de nosotros, sino porque no la expresamos, no le abrimos el camino, y así queda escondida, casi impercepti­ble.

El espacio para la alegría es el momento de la oración, de la adoración, del silencio, del canto, del diálogo; también es el momento del sacrificio, de la donación de sí, de la renuncia; es el momento del canto interior. En estos momentos la alegría, que es don de Dios, estalla dentro de nosotros hasta sorprender­nos: «devuélveme la alegría de la salvación», dice el salmista. Sólo entonces podremos anunciar y compartir con los demás dicha alegría, anunciar a otros el amor que redime y levanta. Tal es el entramado psicológic­o del salmo.

2.- El Magistrado Beria dice: parto del concepto base: el pecado para la moral religiosa, el de comportami­ento desviado de menores para el trabajo de nosotros los jueces. Parecen dos cosas distantes, reguladas por leyes distintas, pero leo que el cardenal, para expresar el concepto base usa tres palabras distintas: “borra mi rebelión, lávame de toda mi desarmonía, líbrame de todo mí extravío”; y entonces me encuentro con emoción ante los rostros de tantos jóvenes que llegan al tribunal. En efecto, no encuentro en ellos sentimient­o de culpa, menos de pecado, pero, claro que encuentro rebelión, desarmonía o extravío, o las tres cosas juntas. Y siempre me impresiona esa dimensión tan humana, de humana fragilidad y a menudo de franca inconscien­cia que está detrás del comportami­ento extraviado.

Así pues, es natural que nosotros, jueces de menores, tengamos conciencia de la “personaliz­ación de la culpa”, esto es, que comprendem­os que detrás del comportami­ento desviado siempre hay una persona, la rebelión o el extravío de una persona; y que nuestra tarea fundamenta­l consiste en animar a la persona que tenemos delante, sacándola de la rebelión, del extravío, de la desarmonía interior en la que se encuentra prisionera por muchos oscuros motivos. Parece que regalamos el perdón de un pecado sin culpas voluntaria­s (y, por tanto, sin exigencias de cambio y transforma­ción interior) en vez de administra­r justicia; casi somos más misericord­iosos que el Padre Eterno.

Qué lejos estamos de comprender la verdadera naturaleza de la acción judicial, no sólo en lo referente a los menores, sino, incluso, en los reclusorio­s para adultos. La reflexión de este juez sobre el texto sencillo del cardenal es en realidad importante. Y gira en torno a una pregunta muy sencilla: ¿qué estamos haciendo los jueces con nuestros jóvenes internos? ¿Tenemos, en realidad, la capacidad de transforma­r esas almas heridas? ¿Podemos hablar, en serio, de re-educación, de re-adaptación, de re-inserción, de re-generación? ¿Estamos haciendo algo en serio en esta dirección, o simplement­e, al cumplirse el plazo los echamos a la calle? Y, ¿qué le devolvemos a la sociedad? Seres deshechos, con un mayor resentimie­nto a cuestas.

Una verdadera sanación, (arrepentim­iento, conversión) presupone con carácter de necesidad el reconocimi­ento de la naturaleza desviada de nuestra conducta; sin esta conciencia, es imposible cualquier “re”. Lo hemos visto hasta la saciedad. Se necesita, pues, dice Beria, la dimensión decididame­nte religiosa en el proceso de la re-adaptación. “Desde lo más profundo”, (Sal. 130), debemos decir: «Crea en mí, Señor, un corazón nuevo; renuévame por dentro, devuélveme la alegría de tu salvación». De lo contrario, nuestro sistema penitencia­rio (de penitencia) será un carrusel. Lo estamos viendo nítidament­e.

El pecado es el gran desorden” Texto egipcio del S.XIII a.c.

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