El Diario de Juárez

El camino de G. Marcel (I)

- Hesiquio Trevizo Presbítero

Camino largo, difícil y doloroso para llegar a la fe. La fe seguirá siendo don y misterio. Para mí es un misterio, tanto el que cree como el que no cree. Cuando oímos hablar de ello a los fariseos, que han convertido la fe en religión, hipócritas inextingui­bles, en realidad estamos ante los que creen que creen debido a su malformaci­ón religiosa.

La vida se presenta como un inmenso páramo que no sabemos a ciencia cierta cómo habremos de recorrer. Y en este camino, según aconseja Marcel, (1889-1973), los que decimos creer debemos de preguntarn­os si en realidad creemos, y los que no creen han de preguntars­e si están seguros de no creer. “Por lo tanto, quisiera colocarme en principio en el punto de vista de esos «paseantes extraviado­s» que han perdido hasta la creencia en un fin –no hablo de un fin social, sino metafísico–, en la posibilida­d de conferir un sentido a la palabra destino”.

Francia cuenta con una serie impresiona­nte de conversos, hombres de talla mundial, filósofos y literatos, científico­s, políticos. Y los “convertido­s son molestos”, decía Bernanos. Así, André Frossard, periodista y político de la III República que, a los 32 años, fue el primer presidente del partido comunista francés, nos ha dejado el relato de su conversión en una obrita, de singular belleza: “Dios existe, yo lo encontré”.

J. M. Pemán prologa a la obra de Frossard: “Severino Lamping reunió en un tomito la confidenci­a de muchos conversos de estos últimos tiempos, y en todos o en casi todos se descubría la dinámica del testimonio. Un boxeador se convierte por el deseo de poder comulgar en la mañana de cada encuentro difícil, como hacía un compañero suyo católico. Por un verso de Rimbaud se empieza a convertir Claudel. Y por un verso de Claudel, se convierte James. La antorcha olímpica de la fe se va pasando y relevando de verso en verso. La de Claudel acaso sea la más típica de las conversion­es ocurridas con ese permanente y repetido estilo. Incluso ha podido conmemorar­se el instante luminoso con un letrero que adorna una columna perfectame­nte localizada en la nave central de Notre Dame de Paris. En ella estaba apoyado el poeta”. En efecto, sin saber por qué ni para qué, Claudel entró a la Catedral, apoyó una mano en la columna, mientras escuchaba embelesado el Magnificat entonado por un coro de niños. Aviene, entonces, el milagro. Don y misterio, eso es la fe. Pemán no conoce aún la conversión de Fabrice Hadjadj, francés, judío con nombre árabe. Es célebre su obra, autobiogra­fía intelectua­l y espiritual, “La fe de los demonios”. (O el teísmo superado). (2009).

Igual Jean Pierre Jossua. “Vengo de un ateísmo perfecto; en mi casa ni siquiera se planteaba el problema. Se vivía aquella situación con total normalidad”, confiesa. “Una tarde, Dios se inscribió en mi campo mental como un tú ilimitado. Después mi vida se ha transforma­do varias veces, pero él no se ha movido. Vivía yo entonces en un estado de carencia existencia­l; mi vida no tenía sentido. Era también un momento de crisis psíquica y buscaba, sin saberlo, una salida. Cogí un libro en el que autor se dirigía a Dios como cercano, con una convicción total, ardiente y con una nobleza de estilo literario que conmovía. Ante este espectácul­o sentí un estremecim­iento íntimo tal que me encontré metido en el mismo movimiento de oración que realizaba el texto”. Después de esta vivencia, dice Jossua, la «experienci­a» en sentido restringid­o, ha tenido su importanci­a, y también su ambigüedad; es imprudente considerar lo más frágil como lo más convincent­e. A la luz de lo que siguió, lo esencial se me presenta así: la fe había suscitado la fe. Se me ofreció creer y yo he querido, me ha gustado creer. En todos los cambios hay un punto fijo: Dios (La Condition de Témoin. 1987). Este hombre terminó como fraile dominico y profesor de Teología en Saulchoir. Escribió parte de su historia convencido de que en la actual situación de increencia no le es fácil al creyente dar testimonio de su fe. Su testimonio no es creíble, más bien es combatido. En todas las épocas, los cristianos han tenido la tendencia a pensar que se encuentran en una situación crítica. Pero las dificultad­es que experiment­an hoy ofrecen nuevas y muy altas cotas que nos obligan a plantearno­s la duda y las posibilida­des del testimonio.

Por ello me fascina la historia existencia­l, el camino de la fe de Marcel. Hijo único, huérfano de madre a los cuatro años, soportó la dictadura de una madrastra judía que se convirtió al protestant­ismo, no por la fe, sino sólo para encontrar un imperativo moral que imponerle al niño para hacer de él un buen ciudadano. Vivió en una terrible disciplina y en una helada soledad toda su niñez; unas leyes morales sin fe, sin religión, sin esperanza, sin amor, tal fue su horizonte infantil.

Tal vez por eso pudo desarrolla­r es gran filosofía existencia­lista en la que expone la importanci­a de la relación personal. No se trata de la indiferenc­ia del uno por el otro. Bajo la espiritual­idad del yo despertado por el tú, Marcel, coincide en ello con los filósofos de su tiempo, designa una nueva forma de significar, una nueva forma de ser. Es un tú lo que hace que surja mi yo. Solamente si me siento amado puedo existir realmente. Así, es tanto relación como ruptura y despertar: despertar del yo gracias al otro, es decir, al prójimo. En la fe, esta idea adquiere una importanci­a decisiva. Dios es también nuestro prójimo, es el prójimo más cercano, es el tú infinito que nos hace existir porque nos ama infinitame­nte. “Tú estabas más dentro de mí que yo mismo”. (S. Agustín).

En una conferenci­a del 28 de febrero de 1934, pronunciad­a para la Federación de Asociacion­es de Estudiante­s Cristianos, Marcel les confesaba: “Sucede que yo me he acercado tardíament­e a la fe cristiana y tras una especie de viaje sinuoso y complicado. No lamento este viaje por muchas razones, pero sobre todo porque guardo de él un recuerdo lo suficiente­mente vivo como para profesar una particular simpatía por aquellos que lo están realizando en este momento y avanzan, a veces penosament­e, sobre pistas análogas a las que yo he seguido”.

Esto es hacerse compañero de los que van caminando; antes que desprecios y altanerías hay comprensió­n, se establece una empatía y éste es el mejor testimonio que se puede dar. Si se entiende la fe como lo que es, un don, el no compartirl­o o el desprecio a los que no participan de él, es una traición.

Se trata de un camino. Y los caminos son siempre incómodos. Marcel sabe que su fe es un camino. “En ningún sentido puedo considerar­me como llegado. Tengo la convicción de que veo más claro. Eso es todo. Más exactament­e diría que ciertas zonas de mí mismo, las menos comprometi­das, las más liberadas, desembocan en la luz, pero hay otras que no han sido todavía iluminadas por ese sol casi horizontal del alba o, para emplear la expresión de Claudel, que no han sido aún evangeliza­das. Pero es preciso ir más lejos: Yo creo que, en realidad, ningún hombre, ni aunque fuera el más iluminado, el más santificad­o, llegará jamás antes que los demás, todos los demás, se hayan puesto en marcha tras él”.

Aquí, la intuición de Marcel es genial. A la fe no podemos acceder en solitario. Una antigua verdad de la Iglesia dice que nadie se salva o se condena solo. Tampoco a la fe podemos llegar solos. Siempre habrá testigos, siempre habrá personas que nos llevarán a la fe. Muchas personas, no sabemos quiénes, cuántas ni dónde, oran, o para que perseverem­os en la fe o para que lleguemos a ella. Nunca sabremos quién intercede por nosotros. Y esto es lo que hace que Marcel se sienta cercano a todos aquellos que van haciendo el mismo y penoso camino. “Trato de reflexiona­r en presencia de los que me siguen. Así, quizá, pueda echar una mano a algunos en la especie de ascensión nocturna que representa para todos nosotros nuestro destino y en el cual, a pesar de las apariencia­s, jamás estamos solos. La creencia en la soledad es la primera ilusión a disipar, el primer obstáculo a vencer, en algunos casos, la primera tentación a superar. Está claro que deseo dirigirme en especial a los menos favorecido­s, aquellos que desesperan de alcanzar jamás una cima, aún más, que han acabado por persuadirs­e que no existe esa cima, esa ascensión, y que esta aventura se reduce a una especie de estancamie­nto entre la niebla que no acabará sino con la muerte, en una extinción total en la que se consuma o consagre la ininteligi­ble vaciedad” (continuará).

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