El Diario de Juárez

Si no tienes amor eres un nadie

- Armando Fuentes Escritor

Ciudad de México– Este día no hablaré de política ni de cosas peores. Hay algo para mí más importante que eso. Sucede que hoy hace 60 años empecé a vivir. Los otros años, los primeros 24, solamente existí, igual que existe un árbol que se olvidó de serlo, una desvanecid­a nube, un río que es y que no es. Respiraba, sí; veía las cosas con los ojos del cuerpo; caminaba aunque no iba a ningún lado; oía el ruido del mundo. Pero no era yo. Era un hombre sin nombre. Porque para tener un nombre necesitas que alguien te ame. Si no tienes amor eres un nadie. Y ni siquiera un don nadie. Un nadie así, a secas. Eso era yo: una nada. Iba conmigo, claro, el amor de mis padres y de mis hermanos; el cariño entrañable de la abuela; el afecto de una larga fila de tíos, primos y sobrinos primeros, segundos y terceros. Gozaba la amistad de mis amigos, las noches con letras y con música, cuando el vino nos decía la verdad y nos hacía decirla. Otras noches había, efímeras, furtivas, en las que el nombre del amor era tomado en vano. El cuerpo se saciaba pero el alma seguía teniendo hambre y sed. Entonces llegó ella, y fue la vida. María de la Luz. Me tomó de la mano como se toma a un niño ciego, y me ha guiado por todos los caminos, aun por los errados que a veces he escogido. En un principio su presencia a mi lado fue un misterio para mí. Después me lo expliqué. Diosito bueno dijo: “Este pobre infeliz está algo loco; es medio tonto y no da pie con bola. Un ángel de la guarda no es suficiente para su cuidado, y aun puede suceder que el loco arrastre al ángel a sus locuras, pues es varón como él. Le daré, entonces, algo mejor que un ángel. Le enviaré una mujer buena que lo acompañe en su soledad, lo consuele en sus tristezas, lo salve del peligro y lo proteja de todos los males y de todo mal. Una mujer que ponga en sus dudas la fe y la esperanza en su desesperac­ión. Una mujer que le dé su amor, aunque él no lo merezca”. Fue así como María de la Luz llegó a mi vida. Cuando he caído me ha levantado; cuando he perdido el rumbo me ha mostrado la senda verdadera; cuando he fallado –cuando le he fallado– me ha dado su perdón. Sin ella me quedaría sin mí; no tendría más compañera que la soledad. Si me faltara María de la Luz me faltaría Dios. Hoy hace justamente 60 años le declaré mi amor y le pedí que fuera mi novia. Le dije: “Pero piensa bien tu respuesta, porque no sólo te estoy pidiendo que seas mi novia: te estoy pidiendo también que seas mi esposa”. Y sus palabras: “No necesito pensarlo. Mi respuesta es sí”. Los dos éramos muy jóvenes, pero sus palabras y las mías sellaron un compromiso para toda la vida, y aún creo que para la eternidad. Desde ese día hemos ido juntos, uno al lado del otro, su mano en mi mano, en el suyo mi corazón. Así nos han encontrado tanto la felicidad como los sufrimient­os. Ha habido horas amargas, igual que las hemos tenido de inefable dicha. Han entrado a nuestra casa lo mismo la alegría que el dolor. A los dos los hemos recibido como parte del vivir. A la sonrisa le decimos: “Bienvenida”, y “Bienvenida” le decimos a la lágrima. Así, juntos, ningún pesar nos vence y ninguna vana fortuna nos envanece ni nos hace olvidar nuestros orígenes, modestos y sencillos. Esta mañana le di a mi novia un ramo de 60 rosas rojas, una por cada año de la dicha que me ha dado a mí. Ella las puso a los pies de la Virgen, madre a la que cada noche le pide por nosotros, por nuestros hijos y nietos, por todos aquellos a quienes amamos y que nos dan su amor. Yo, sin ser digno de elevar la mirada, le doy gracias al Misterio por haber puesto en mi vida la luz de María de la Luz. FIN.

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