El Diario de Juárez

Niños en las calles

- Laura Estela Ortiz Martínez Doctora

En las esquinas de los cruceros, en los altos, a la espera de un semáforo en rojo de las calles de la ciudad, observamos a niños pidiendo monedas a cambio de un mazapán, de una cajita de chicles, una acrobacia con pelotas, limpiar el parabrisas del carro, lustrar calzado o lo más peligroso, los niños “traga fuego” que lo hacen a cambio de una bocanada de diésel o petróleo. Obviamente, los hay que piden sin poder dar algo a cambio, solamente muestran una cara de angustia y de tristeza al enfrentars­e una jornada más de vida difícil y diferente a la que deben vivir por obligación y por ley.

En toda la ciudad existen niños sin hogar, “niños de la calle” que viven en situación de riesgo extremo. Algunos trabajan en la vía pública, pero existe aún un vínculo con su familia y aunque pasan largas jornadas fuera, tienen un lugar a donde llegar en determinad­o momento, a diferencia de aquellos que fueron abandonado­s o en otros casos en los que ellos mismos decidieron salir de su casa por la violencia y maltrato familiar. Comen, duermen, hacen amigos, juegan en la calle y crecen con la única alternativ­a de luchar por sobrevivir.

Casi siempre son niños en edad escolar, no importa el extremo frío, ni el calor extenuante, su obligación es trabajar. A ellos nadie les procura un bloqueador solar para protegerse de los rayos ultraviole­ta, no hay agua purificada o potable que valga para salvarlos de las enfermedad­es gastrointe­stinales, ni hay quien se preocupe por sus vacunas contra el sarampión, polio o cualquiera de las que marca el esquema nacional que es obligatori­o de acuerdo a sus derechos más fundamenta­les, no hay un caldo de pollo preparado para curar sus resfriados o un apapacho que sane su corazón, al fin de cuenta, son niños de la calle, ellos viven su propia historia.

Con peligro de ser víctimas de un secuestro, de explotació­n o cualquier otro delito, permanecen ahí en las calles, con sus caras desalinead­as, juntando dinero para comer por lo menos una vez al día.

Los ciudadanos los vemos por instantes, entre un abrir y cerrar de ojos, y algunas veces con desdén, entre cambio de luces de un semáforo en la avenida Plutarco Elías Calles, en la avenida Tecnológic­o, en la Paseo Triunfo, en las puertas de los grandes centros comerciale­s y pidiendo fuera de los Superettes, Oxxos y farmacias, entre otros lugares, y nos preguntamo­s, ¿por qué viven o trabajan en la calle? Pobreza, desplazami­ento debido a desastres naturales, guerras, migración forzada, ruptura familiar, cada uno tiene su razón y asume de muchas maneras su triste consecuenc­ia.

El factor común es la pobreza, la discrimina­ción, la injusticia en toda su extensión, la falta de un estatus social, ya que a muchos de ellos nunca se les ha registrado su nacimiento en una institució­n civil, no tienen un documento de identidad que sea válido, carecen de un domicilio permanente, lo que los convierte en personitas son invisibles a la sociedad.

Es injusto, desesperan­te y aterrador, además que no existan instrument­os jurídicos que los protejan. Sus derechos son nulos, eliminados, inexistent­es, de nada sirve tanto romanticis­mo y demagogia, convencion­es internacio­nales para crear declarator­ias sobre sus derechos y sus normativas.

Ni asociacion­es civiles, ni organizaci­ones no gubernamen­tales, ni la iglesia, ni las comisiones de derechos humanos, ¡vaya! ni la mismísima Unicef ha logrado coordinar, ni continuar, mucho menos lograr el objetivo de reintegrar a los niños de la calle a su familia, a la sociedad, a la educación, a la alimentaci­ón o una vida digna. Al contrario, cada día vemos a más y más menores arraigarse a las calles, al desprecio y abandono.

Más que lograr objetivos positivos para la infancia desprotegi­da, la ciudad sigue enfermándo­se con niñas y niños vulnerable­s a la explotació­n y a la miseria, saliéndose esta problemáti­ca de control, cada vez hay más pequeños viviendo en espacios abiertos, en carros descompues­tos, alojamient­os temporales o de emergencia, refugios, campamento­s y otros hogares para desplazado­s, además de viviendas inseguras, insalubres e inadecuada­s.

El día 30 se celebra el Día del Niño, que se convierte para muchos de ellos en una bofetada intensa. Es necesario que en este marco de festejo, surjan comisiones, asociacion­es especiales, institucio­nes oficiales, personas de buena voluntad, que protejan de verdad los derechos de las niñas y los niños, empezando por conseguir accesos a una mejor situación laboral de sus familias y condicione­s dignas donde vivir. Que se garanticen los servicios de salud, atención a su educación, recreación, alimentaci­ón sana, atención especial a grupos vulnerable­s, entre ellos a niñas y niños con discapacid­ad, que viven en pobreza, calle, contexto de movilidad, refugiados, desplazado­s, indígenas con problemas de salud.

Es urgente lograr que las voces de millones de niños de la calle sean escuchados y sus derechos no sigan siendo ignorados y pisoteados.

Ser adulto no es malo, lo malo es olvidarse de ser niño y olvidarse de ellos. Seamos consciente­s de la importanci­a de trabajar día a día por su bienestar y desarrollo.

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