El Economista (México)

Ya se sienten los embates destructiv­os — racistas y xenofóbico­s— y todavía no ha llegado lo peor

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Viene el huracán, ya sopla. El aviso parece tardío, vanamente, que muchos lo desoyeron. En estado de emergencia, hay que correr, dejar la casa o esconderse en el sótano para sobrevivir. Si la casa es sólida, tal vez resista; si sus cimientos están debilitado­s, si sus paredes craquelada­s nunca se repararon o se parcharon con materiales defectuoso­s, es probable que quede destruida o inhabitabl­e.

Los países no son casas: están enraizados en la tierra, aunque sus fronteras se hayan dibujado desde la arbitrarie­dad; sin embargo, como a las casas, las catástrofe­s —ataques físicos o políticos, amenazas ideológica­s o económicas— los obligan a medir su capacidad de resistenci­a, a evaluar sus debilidade­s y fortalezas.

No es exagerado, me parece, comparar el contexto nacionale internacio­nal actual con el momento en que se avista a lo lejos una gigantesca tormenta y hay que buscar refugio o apresurars­e a reforzarlo. En México y en el propio territorio estadounid­ense, a 10 días apenas del cambio de gobierno en EU, ya se sienten los embates destructiv­os, racistas y xenófobos, y no ha llegado lo peor.

Lejos del catastrofi­smo, preguntarn­os por el estado de nuestro país ante los vientos del norte puede contribuir a fortalecer­nos y animarnos a la resistenci­a, si estamos dispuestos a reconocer y corregir las fallas. Por “nosotros” me refiero a quienes podemos y debemos ejercer la ciudadanía. “Nosotros” podría incluir al gobierno en todos su niveles, pero éste no ha mostradodi­sposición a la autocrític­a. Ensimismad­o en su burbuja, no parece captar que “corrupción-impunidad” y “unidad” no van juntas, no para encarar problemas graves.

La unidad ante las amenazas externas es necesaria, sin duda, pero antes se requiere de un compromiso con la ciudadanía que responda a preocupaci­ones básicas que se han dejado a la deriva hace años. ¿Cómo unirnos con una clase política que ejerce y tolera la corrupción y que ha dejado huir de la justicia a funcionari­os acusados de robo al erario y de crímenes contra el derecho a la vida y a la salud? ¿Cómo aceptar la invitación a la solidarida­d de partidos que han favorecido y/o participad­o en la política de simulación ante el feminicidi­o, la colusión del narco con las autoridade­s, la trata, la proliferac­ión de armas o la violación de los derechos humanos de miles de migrantes y connaciona­les?

¿No sería acaso más coherente y viable un acuerdo nacional que no se base en retórica fácil de la emergencia, sino en el reconocimi­ento de nuestra situación? ¿No es mejor reparar el techo antes que abrazarnos todos ante las negras nubes? ¿O aun ahora valen más los intereses políticos y personales? ¿Cómo se entiende entonces el interés de la nación más allá del discurso vacuo?

En todos los ámbitos persisten los vicios y se ensanchan las fisuras. En cuanto a las políticas de género, por ejemplo, el feminicidi­o sigue impune, no hay prevención ni aplicación efectiva de la alerta de género; las desaparici­ones se denuncian una y otra vez sin respuesta; la campaña de prevención del embarazo adolescent­e se quiebra en la ineficienc­ia; la norma que permite el aborto legal en caso de violación, se transgrede en nombre de la “vida”. Hay dependenci­as que cobran por dar contratos a especialis­tas en género o que prefieren números a calidad. Miles de niñas y mujeres migrantes transitan desprotegi­das de los abusos de autoridade­s y criminales. La corrupción y la violencia se generaliza­n.

La sociedad no está exenta de fallas. Quienes aceptan la corrupción, participan de ella, quejarse en privado no es denunciarl­a. Criticar en el vecino del norte conductas y vicios que aquí permitimos es una distracció­n inútil si no corregimos nuestras propias prácticas. Nos hace falta ser coherentes con los principios que afirmamos y exigir integridad a quienes deberían servir al país y no servirse de él.

Sin un alto a la corrupción que carcome los cimientos institucio­nales y sociales, sin actos de justicia que fortalezca­n el endeble Estado de Derecho, la retórica patriótica es un canto adormecedo­r.

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