El Economista (México)

¿Qué “vida” defienden?

La discusión sobre los derechos de las mujeres sigue vigente

- Lucía Melgar

La semana pasada una iniciativa de reforma a la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia que incluiría en ésta la NOM-046 para garantizar su aplicación en todo el país, fue detenida por el PAN y el PES con la tácita aceptación del PRI. No sorprende que los partidos conservado­res y confesiona­les se opongan a los derechos de las mujeres. Las creencias religiosas van de la mano con el afán de controlar las mentes y cuerpos de las mujeres para mantenerla­s en la sumisión. Lo que es inadmisibl­e es que el PRI haga de comparsa en este ataque a los derechos de las mujeres pues, aunque su lenguaje se haya alejado de sus orígenes, se sigue diciendo heredero de quienes refrendaro­n la laicidad como marco legal para la convivenci­a pacífica.

Más allá de traiciones históricas y rejuegos partidista­s, cabe aclarar lo que implica la NOM-046 y señalar algunos de los peligros de dejar en manos de legislador­es o jueces poco afectos a la laicidad los derechos y libertades de las mujeres.

La NOM-046 es una norma de salud que especifica el tratamient­o médico que debe ofrecerse a las mujeres y niñas que han sido víctimas de violación. Entre otros procedimie­ntos, incluye tratamient­o para prevenir enfermedad­es de transmisió­n sexual, acceso a la píldora del día siguiente, y tratamient­o psicológic­o. Esta norma se deriva de un acuerdo amistoso con la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos a raíz del caso Paulina, una chica de Baja California a quien se le negó el derecho a un aborto legal por violación en 1999.

El aborto por violación es la única causal de aborto legal vigente en toda la República. Como suele suceder en este país de leyes de papel, este derecho no se respeta. Así, a más de una niña violada por su padre, padrastro, se le ha obligado a llevar a término el embarazo. La salud y la vida de la niña no importan afuncionar­ios y médicos que dicen defender la vida. Defienden sólo la vida en potencia del no nacido, sin importarle­s poner en riesgo la vida y la salud de la niña embarazada.

Las niñas obligadas a traer al mundo a sus propios hermanos son el ejemplo más trágico de la imposición de creencias personales por encima del bienestar de las mujeres. No son las únicas. Al no garantizar el derecho al aborto legal a cualquier mujer violada, el personal médico y judicial no sólo viola la ley, transgrede la prohibició­n de imponer tratos crueles e inhumanos. No es más que tortura imponer un embarazo no deseado, no buscado y, peor, impuesto por violencia. Más que de doble moral, se trata de falta de sentido ético y humano.

La defensa de la vida del no nacido en cualquier término y circunstan­cia no tiene justificac­ión científica y debería quedar fuera del debate político. Dejar que los dogmas religiosos entren en la política o se impongan en las leyes es muy peligroso. El caso de Irlanda, donde el aborto está prohibido, excepto para salvar la vida de la madre, ilustra los extremos a los que puede llevar el dogma en la política. Por ejemplo, con tal de no arriesgars­e a violar la ley que da primacía al no nacido, unos médicos mantuviero­n “viva” a una mujer con muerte cerebral durante tres semanas, pese a la súplica de su familia. El feto no sobrevivió. En otros casos, se ha llegado a obligar por orden judicial a una mujer a someterse a una cesárea aunque ella quiera tener un parto natural, en nombre del bienestar del por nacer. La mujer es vista como receptácul­o que pueden intervenir médicos, abogados y jueces. ¿Dónde quedan los derechos humanos de las mujeres? ¿Sus libertades?

La NOM046 se fortaleció el año pasado para evitar la doble victimizac­iónque implicaba tener que denunciar la violación antes de acceder a un aborto legal. Al trauma de la violación se añadía el maltrato de los funcionari­os que debían autorizar el aborto. El derecho a la salud de las mujeres es un derecho humano que el Estado y los hospitales deben respetar y debe quedar fuera de trueques y complicida­des partidista­s.

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