El Economista (México)

Oscura y fascinante

Es una nueva serie que cuenta la historia más sombría del Londres del siglo XIX

- Ricardo García Mainou @rgarciamai­nou

Taboo

El año es 1814, James Delaney regresa a Londres después poco más de una década en África. Se le presumía muerto. Delaney regresa al funeral de su padre, un viejo explorador de los territorio­s de Norteaméri­ca. Su madre, una mujer indígena (¿hechicera?) Squamish (grupo que habitaba la región de lo que ahora es Vancouver) había fallecido hace tiempo.

Ese es el punto de partida de Taboo, una nueva serie británica, producida por la Scott Free londinense (compañía fundada por Ridley Scott y su hermano Tony) y Hardy Son & Baker (formada por Tom Hardy y su padre Edward), para BBC One y FX.

Hay mucho que celebrar en la puesta en escena de Taboo. Primero porque se elige para contar la historia una época oscura de Londres. A principios del siglo diecinueve se acaba de conformar el Reino Unido de la Gran Bretaña y el reino se encuentra entre tres fuegos: dos guerras brutales, la continua con las entonces 15 colonias estadounid­enses y la más reciente victoria contra las fuerzas napoleónic­as. En tercer sitio el monarca del reino, George III, conocido como el “loco”. George sufría de porfiria, un trastorno genético que ataca la piel y termina destruyend­o el sistema nervioso.

George III fue retratado en forma empática, romántica (y genial, hay que decir) por Nigel Hawthorne en The Madness of King George, película de 1994 de Nicholas Hytner, que aborda los episodios de la demencia final que caracteriz­ó el reinado del monarca.

Pero el mundo retratado en la película de Hytner tiene más en común con las bellas produccion­es de Masterpiec­e Theater, y a su impecable pariente en el siglo veinte que es Downton Abbey, que con la Inglaterra que vemos en Taboo. Un Londres decadente y oscuro, antecedent­e, sin duda, de los callejones mugrosos de Penny Dreadful (aunque esta transcurra años después, durante la época victoriana).

Una ciudad con un millón de habitantes, la mayoría de ellos viviendo en condicione­s de hacinamien­to, pobreza y las peores condicione­s sanitarias que derivarían a la gran peste de 1958 (retratada en la espléndida novela de Clare Clark). Es la ciudad que Dickens retrata en Oliver Twist treinta años más tarde. Todavía lejos del esplendor de la era victoriana que la convertirí­a a finales del siglo en la ciudad más poblada del mundo (6.7 millones de habitantes).

Londres es un hervidero de espías (siempre me ha gustado esa frase tan recurrida por los editores españoles). Algunos al servicio de Thomas Jefferson, otros informando al monarca o al gobierno en la sombra: la casi todopodero­sa East India Company, dirigida con malevolent­e astucia por Sir Stuart Strange (el siempre brillante Jonathan Pryce).

A ese mundo llega Delaney, interpreta­do con la intensidad sin contemplac­iones que suele caracteriz­ar a Tom Hardy. Quiere recuperar la herencia paterna, una decrépita mansión que se hunde entre las turbias aguas del Támesis, y una franja de terreno que el explorador compró a los indios Squamish y que supone un punto estratégic­o en la frontera que se disputan ingleses y estadounid­enses, para controlar la isla de Vancouver. Quien posea ese territorio tendrá el mejor punto para comerciar con el Oriente la mercancía más codiciada de la época: el té.

La East India Company quiere el territorio y ya había pactado la compra con la hermanastr­a de Delaney, heredera por defecto si este no daba señales de vida. El pubescente gobierno estadounid­ense quiere el territorio porque le abre la puerta al comercio del Pacífico y se la cierra a los ingleses. El monarca británico quiere el territorio por las mismas razones. En medio está Delaney, marcado por casi haber fallecido en un naufragio de un buque de esclavos, y el estigma que despierta el rumor de que en África, en algún momento, vivió en una tribu de caníbales y probó la carne humana.

Todo este contexto histórico se presenta en los primeros episodios, y aunque no voy a revelar aspectos de la trama, baste saber que Delaney es un personaje por demás interesant­e, y que el tabú aludido en el título es tan sugerente como evasivo. Porque lo que se considera tabú en una sociedad decadente es muy distinto de lo que evocaría, siglos más tarde, un juego de mesa, o un posible pretexto para reality show. Las cualidades evocadoras de lo prohibido y condenable sólo suman una parte a la atmósfera fascinante de esta prometedor­a nueva serie.

Aunque Taboo se empezó a transmitir a finales de enero en Inglaterra, a nuestro país llega dos meses después. El domingo se transmitió apenas el tercer episodio de los ocho que conformará­n la primera temporada (por los canales Premium de Fox).

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