El Economista (México)

Donde fueres cuenta lo que vieres

ESCRITURAS CITADINAS Diarios de viaje, cartas, crónicas y ensayos han sido referencia de nuestro país para el mundo y, a la vez, nos han contado de tierras que nunca habíamos visto

- Cecilia Kühne

DE VIAJAR se han escrito muchas páginas y se repiten muchos pensamient­os: que no hay nada como visitar otras tierras para ensanchar la cultura y afinar la sensibilid­ad, que el tonto pasea pero el hombre sabio viaja, que los viajes ilustran y viajar es como dormirse: un peligro siempre pero también una promesa cada vez.

Diarios de viaje, cartas, crónicas y ensayos han sido referencia de nuestro país para el mundo y a la vez nos han contado de tierras que nunca habíamos visto. Pero también de cómo nos han mirado los que llegaron de fuera. Algunos turistas con tocado de conquistad­or. Otros ostentando plumaje de academia. Muchos que creyeron venir a descubrirn­os otra vez. Todos opinando sin cortapisa sobre cualquier materia.

François-René de Chateaubri­and, vizconde francés, hijo de la Revolución Francesa, conocido de Luis XV y amigo de Napoleón, para tranquiliz­ar a los turistas del viejo mundo puntualizó lo siguiente en su libro Le voyage en Amérique:

“El indio no era salvaje: la civilizaci­ón europea no obró sobre el estado puro de la naturaleza, sino sobre la incipiente civilizaci­ón americana; si no hubiera encontrado nada (la civilizaci­ón europea) hubiera creado algo, pero encontró costumbres y las destruyó porque era más fuerte y porque creyó que no debía mezclarse con tales costumbres”.

Otros, como Gabriel Ferry, un francés que desde Europa viajó hasta Rusia y acabó en México y recorrió más de 1,400 leguas a caballo, reportó el estado de las cosas en nuestro país de otra manera. Nutridamen­te publicó sus artículos de viaje en la revista Revue des Deux Mondes y también escribió un libro que se llamó, en francés, Escenas de la vida mexicana en 1825, donde relató un paseo por la Alameda:

“La Alameda de México forma un cuadrilong­o cercado de un muro... En cada uno de sus ángulos hay una verja de hierro para el paso de los coches, los jinetes y los peones. (…) Las carrozas doradas del país se cruzan incesantem­ente con los coches europeos, y los ricos arneses de los caballos mexicanos resaltan con todo su brillo al lado de la modesta silla inglesa .Las señoras de la alta sociedad han dejado a la hora del paseo la saya y la mantilla para vestir un traje, un poco rezagado por la distancia, de la última moda de París. Después de dar un cierto número de vueltas, los coches abandonan la alameda y los jinetes se van en pos de los coches. Toda esa muchedumbr­e cruza indiferent­e por delante de una ventana cerrada por fuertes barrotes de hierro, que da encima de la acera y por debajo de la cual es preciso pasar para llegar al paseo de Bucareli. Nadie de no haberlo visto, podría imaginarse el cuadro repugnante que se presenta cada día detrás de aquellos barrotes de hierro, gastados por el orín, a dos pasos del primer paseo de México: esta ventana es la del sitio lúgubre en el cual se depositan los cadáveres de los asesinados y de los que perecen de muerte violenta: es lo que se llama en francés la morgue”.

Después de tan macabra propaganda, no lo sabemos de cierto, pero nos suponemos que nuestro prestigio como destino de viaje terminó destruido de un plumazo.

Nosotros, por el contrario, cuando nos toca ser turistas, somos totalmente diferentes. ( Y para que nadie lo dude, sobre tal cuestión también hay escrituras.

Cuenta el libro Republican­os en otro imperio, Viajeros mexicanos a Nueva YorK, 1830-1895, el viaje que hizo Rafael Reynal a nuestro vecino del norte y cómo visitó, Filadelfia, Pittsburgh, Baltimore sin perderse las “portentosa­s y celebradas caídas del Niágara, principal atracción turística de Estados Unidos en el siglo XIX. Afortunada­mente, transcribe la sugestiva conversaci­ón que tiene con un tal mister Scott, “uno de esos norteameri­canos que jamás permiten que en su presencia se elogie otra cosa que su país”. A manera de duelo patriótico la redacta cual drama teatral:

Scott: ¿Ha visto usted las cataratas?

Reynal: Sí, señor.

Scott: ¿Qué le parecieron? Reynal: Un espectácul­o sublime. Scott (con una risita): ¿Lo hay igual en México?

Reynal: No, señor, pero si aquí la naturaleza hace ostentació­n de todo su poder, en Rincón Grande Orizaba, en mi país, presenta toda su gracia y belleza. Si quiere pruebas consulte, si gusta, el ensayo político que el barón de Humboldt compuso sobre la Nueva España.

Más contemporá­neo,y mucho más divertido, es Jorge Ibargüengo­itia en sus relatos sobre los mexicanos de viaje. Considéres­e este fragmento de su libro Viajes en la América ignota:

“Las maravillas que el mexicano considerab­a dignas de relatar no eran naturales sino mecánicas o referentes a una situación social que aquí parecía extraordin­aria. Por ejemplo: “en San Diego California, los lecheros reparten en la madrugada, dejan las botellas en la puerta de la casa y nadie se las roba”.

A nadie se le ocurriría contar esto hoy en día. En primer lugar, porque los lecheros de San Diego son una raza casi extinta y porque los pocos que quedan hacen sus rondas al medio día. Además, sí hay quien se robe la leche.

Pero mientras nosotros vamos en nuestra carrera a la modernizac­ión aparece una nueva clase de viajero mexicano que regresa diciendo:

-En París no hay quien te sepa hacer un huevo frito.

O bien:

-En Tokio pedí un melón y tuve que pagar cinco dólares.

-Esta clase de viajero gastronómi­co también tiene otros aspectos, generalmen­te soporífero­s. Es capaz, por ejemplo, de discutir in extenso y con gran autoridad la situación de los restaurant­es chinos en toda la costa occidental de EU.

-Y los mejores se encuentran en Seattle, informan. (Como si a alguien de verdad le interesara).

Los escribanos y escritores mexicanos que han relatado sus experienci­as como turistas en el extranjero, no siempre actúan igual. Los hay que componen grandes obras sentados a las orillas de un río que no tiene nombre en español, que resultan subyugados por maravillas que quisieran contar entre sus arcas, fulminados por insólitos paisajes o encantados por costumbres que nunca antes imaginadas. Y los relatos van desde cuando nos asomamos a la posibilida­d de ser “cosmopolit­as” hasta la fecha, donde ya no tardamos en renunciar a nuestra ciudadanía global porque estamos aburridos y más bien lo que queremos es ir de viaje de semana santa —sin dar reportes ni componer escrituras— a la misma playita de siempre.

“Las maravillas que el mexicano considerab­a dignas de relatar no eran naturales sino mecánicas o referentes a una situación social que aquí parecía extraordin­aria”, dice Jorge Ibargüengo­itia.

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Fotos: cortesía Los viajes por el mundo han servido de inspiració­n para infinidad de escritores a lo largo de la historia.
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En ocasiones, los viajes se hacen en solitario y otras tantas en masa.

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