Nada que aplaudir
La confirmación de Gina Haspel como directora de la CIA es un tremendo golpe a la defensa de los derechos humanos y de las mujeres en el mundo. Anunciar, como lo han hecho algunos medios en Estados Unidos, la llegada de “la primera mujer” a la dirección de la CIA como si se tratara de un avance en la lucha por la igualdad es una falacia. La lucha feminista no puede reducirse a la paridad ni menos a la búsqueda del poder por el poder. Pretender tender un velo sobre lo que implica el encumbramiento de quien ha justificado la tortura y no se arrepiente de haber participado en la rutinización de la crueldad es olvidar que las luchas de las mujeres han estado ligadas más de una vez al pacifismo y a la lucha contra la guerra. La Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, formada en 1915, o Mujeres de Negro son ejemplos de la resistencia femenina contra un sistema patriarcal que siembra dolor y destrucción.
Sin caer en falsos esencialismos que atribuyen una supuesta superioridad moral a las mujeres, conviene retomar la atinada pregunta de Cora Currie, quien escribe en The Intercept contra “la ficción de una CIA feminista”. Ahí señala que, si bien esta agencia cuenta con 45% de personal femenino, no está exenta de acoso y abuso sexual, de los que poco se sabe por el secreto que la caracteriza. Contra quienes, desde la propia CIA, han afirmado que la nueva directora puede ser un modelo a seguir para las jóvenes y alentar a las empleadas de esta agencia, la periodista se pregunta ¿para qué quieren llegar las mujeres a estos puestos de poder?
Esta pregunta, básica, se ha planteado ya en otros contextos, como en el caso de las primeras pilotos de combate, que rompieron con el mito de que, por la posibilidad de ser madres, las mujeres defienden la vida y no querrían sembrar muerte y devastación. La historia particular de la nueva jefa de la CIA vuelve a poner el dedo en la llaga, no porque la maternidad potencial venza el afán de poder o la pulsión destructiva, sino porque es inaceptable que se use la carta de género para justificar o minimizar lo injustificable.
La primera directora de la CIA supervisó en el 2002 uno de los hoyos negros que surgieron en secreto por el mundo después del 9/11. Como otros, justificó la tortura en nombre de la “guerra contra el terrorismo”, y participó en la decisión de destruir 92 videos que documentaban sesiones de tortura. Según una médica especialista en víctimas de tortura, uno de los seres más dañados que ha conocido es un hombre que pasó por el centro de detención que Haspel supervisaba. Si ya el Patriot Act y diversos memos legalizaron recursos inhumanos como el “submarino” y la alimentación forzada, se usaron también métodos “ilegales”, que por razones de “seguridad” no se han podido conocer en detalle. A 16 años de los hechos, cuando aún quedan presos en Guantánamo y cientos de seres sufren las consecuencias de la barbarie legalizada, Haspel afirmó ante el Senado que había cumplido la ley, y que no restauraría la tortura porque ahora es ilegal. Sin embargo, no la condenó ni se arrepintió de su conducta.
Desde los juicios de Nuremberg se sabe, y se ha ratificado después, que cumplir órdenes no exime de responsabilidad: la ética permite, obliga a desobedecer órdenes injustas. Si bien es difícil saber cómo reaccionará cada quién en situaciones límite, no se puede argumentar que Haspel no tenía opción, El Senado de EU premió en ella la obediencia o la lealtad a la institución, y reafirmó la impunidad de la violencia institucionaliza, funcional a la máquina bélica y a la hipervigilancia.
Normalizar la tortura y dominar por el terror es propio de dictaduras e imperios. Premiar la obediencia, el apego a las normas, o la sumisión al “interés superior de la Nación”, es común a los regímenes autoritarios y totalitarios. Éstos también suelen imponer a las mujeres roles de género tradicionales, o usarlas como pretexto para justificar invasiones. A veces integran a algunas “excepciones” para mejor aceitar la maquinaria. Nada digno de aplauso.