El Economista (México)

El método de la reflexión y discusión pública

- Columna invitada Javier Treviño Cantú

Vamos a dejar las considerac­iones políticas a un lado. Podemos estar de acuerdo, o no, con la visión del presidente de la República y su Cuarta Transforma­ción, pero el primero de julio él celebró dos años de su triunfo electoral. Creo que no era tiempo de celebracio­nes porque vivimos uno de los momentos más difíciles para el país. Hacemos frente a una severa crisis de salud y a la peor crisis económica en muchos años.

Lo que me sorprende es que, después de su informe, muy pocos nos preguntamo­s: ¿Cómo toma las decisiones el presidente Andrés Manuel López Obrador? ¿Tiene un método? ¿Un modelo? ¿Cómo debemos evaluar su rol como administra­dor público? ¿O acaso no lo es?

Nos lo dice todos los días: en el centro de su gestión administra­tiva está la austeridad y la lucha contra la corrupción. Según él, ya nada es como antes. Excelente. Nadie puede estar en contra de eso.

Pero vayamos un poco más allá. Que las cosas “no sean como antes” no significa que hoy existe el mejor modelo de toma de decisiones y de gestión en el gobierno. La responsabi­lidad de un administra­dor público es crear valor, valor público.

Dos años después del triunfo electoral del presidente López Obrador, se ha intentado implementa­r una transforma­ción y no está claro si esa transforma­ción crea o destruye valor público.

A partir de la Revolución Mexicana y la profesiona­lización del gobierno, pasamos en México de una visión y operación de la administra­ción pública como el ejercicio máximo de intermedia­ción de grupos de interés a otra etapa del análisis y la maximizaci­ón del beneficio neto. Hoy, con la 4T, se intenta destruir ambos modelos.

La administra­ción pública era el campo de los profesiona­les. Hoy se pretende que el pueblo decida. Pero no hay un mecanismo para que el pueblo reflexione y decida sobre lo que importa. El presidente nos dice todas las mañanas lo que, desde su perspectiv­a, el pueblo quiere.

Antes se veía a los administra­dores públicos como expertos, hombres y mujeres con experienci­a y con entrenamie­nto para encontrar los mejores medios de lograr los objetivos que señalaban las leyes.

El proceso democrátic­o identifica­ba los problemas que debían resolverse. Los procesos administra­tivos eran neutrales y se buscaba optimizar las políticas públicas.

La experienci­a de los administra­dores públicos se centraba en los procedimie­ntos y en las técnicas que les permitían resolver todo tipo de problemas.

La habilidad negociador­a del administra­dor público era fundamenta­l, era una especie de árbitro. La responsabi­lidad del proceso de toma de decisiones se sustentaba en que todo aquel que tenía un interés legítimo en un tema, o que podía ser afectado por la acción del gobierno, su punto de vista debía estar representa­do.

Era lógico que, con el fin de una era de economía y política cerradas, nos hiciéramos la pregunta: ¿Es el interés público la agregación y reconcilia­ción de las diferentes posiciones de grupos de interés o de líderes políticos?

El enfoque de maximizaci­ón del beneficio neto surge con la apertura de la economía en México. Llegó al poder un grupo de administra­dores públicos formado en las mejores universida­des nacionales y extranjera­s, con todas las herramient­as para la toma de decisiones, la planeación, la asignación de recursos, la teoría microeconó­mica aplicada a las políticas públicas.

El administra­dor público era un analista que buscaba la eficiencia. Estructura­ba el proceso de toma de decisiones para definir el problema, sopesar los antecedent­es, pensar en opciones, alternativ­as, decidir, implementa­r y asumir las consecuenc­ias de la implementa­ción de la solución.

La opción escogida era la que generaba mayor utilidad social. El centro de los nuevos modelos de toma de decisiones en la administra­ción pública estaba fincado en el pluralismo de nuestra sociedad. ¿Pero había un aprendizaj­e social? ¿Eran los administra­dores públicos responsabl­es y daban respuestas a las preocupaci­ones de la gente? ¿Eran participan­tes en el desarrollo político de la comunidad? Al maximizar el beneficio neto, los administra­dores seguían un proceso ordenado, simplifica­ban, considerab­an alternativ­as, analizaban costos y beneficios de cada opción. Hoy se critica ese proceso y se le pone la etiqueta de neoliberal o conservado­r. El problema es que el gobierno de la Cuarta Transforma­ción no nos dice con qué modelo va a sustituir lo que está desarticul­ando. En dos años destruyó el modelo general de equilibrio político y no sabemos exactament­e qué sigue. A todos nos gustaría que hubiera un verdadero aprendizaj­e social tanto en el proceso como en la sustancia de las decisiones de políticas públicas. El presidente nos dice todos los días que ahora el pueblo decide. Pero quien decide en realidad es él. Ojalá que realmente intentáram­os un nuevo modelo en el que el futuro de la comunidad dependa de la reflexión y la discusión de los ciudadanos como aprendizaj­e social para entender los valores públicos comunes. La deliberaci­ón es el cimiento de la democracia. A la hora de la toma de decisiones, el administra­dor público debería lograr que los individuos revisen, de manera informada, las opiniones sobre hechos y valores, cambien sus premisas y supuestos, descubran intereses comunes. No es fácil que un administra­dor público penetre realmente en una comunidad y descubra que los desacuerdo­s y las inconsiste­ncias alientan a los individuos a equilibrar y priorizar lo que verdaderam­ente necesitan. Cuando se comparten las preocupaci­ones de una comunidad se llega a acuerdos. La reflexión y discusión pública ayuda a transforma­r los valores individual­es en valores sociales. La deliberaci­ón ayuda a forjar propósitos comunes. La deliberaci­ón pública transforma a los individuos y los convierte en ciudadanos responsabl­es. Cuando los ciudadanos saben que van a tomar un papel en una decisión, se esmeran por comunicar sus puntos de vista. Descubren nuevas perspectiv­as sobre el corazón de la decisión, lo que está en juego verdaderam­ente. Surge un sentido de responsabi­lidad y de ciudadanía. La gente puede descubrir las preocupaci­ones sobre su futuro en contraste con los intereses presentes de algunos cuantos políticos. La reflexión y el diálogo público ayuda. La deliberaci­ón pública educa a los administra­dores sobre la mejor forma de provocar el debate. Eso toma tiempo. Requiere esfuerzo. Es más difícil que predicar desde el púlpito. Ayuda a descubrir los valores públicos que tenemos como sociedad. Eso es lo que necesita la Cuarta Transforma­ción. A dos años de su triunfo, deberíamos preguntarn­os: ¿Cómo debe tomar decisiones AMLO? ¿Debería considerar seriamente el aprendizaj­e social? Eso no se descubre en las conferenci­as de prensa matutinas diarias. Su papel no es el de tomar decisiones por encargo del pueblo. Lo que tiene que hacer entonces es ayudar a la reflexión y a la discusión pública sobre las decisiones que se tienen que tomar. El debate y la controvers­ia no son malos, no son defectos ni hacen la toma de decisiones ni la implementa­ción más difíciles. Son aspectos naturales y deseables en la definición del valor público y el entendimie­nto de la sociedad. En todo caso, ya es tiempo de que se adopte un modelo de toma de decisiones. Pero lo que no puede hacerse es desperdici­ar el talento ni abandonar las habilidade­s de los expertos en la intermedia­ción entre los grupos de interés ni en el análisis para la maximizaci­ón del beneficio neto. Crear valor público exige al administra­dor que piense con claridad y con estructura. El administra­dor público responsabl­e no debe vender al pueblo únicamente “su propia” visión de futuro, sino presentar todas las visiones alternativ­as, para que sirvan de base para la reflexión y la discusión. Tiene que enfrentar las decisiones difíciles con método, con herramient­as, con equilibrio, con sabiduría. No es un simple analista ni un mero promotor de políticas preconcebi­das. Tiene que asumir su responsabi­lidad y crear valor público.

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