El Economista (México)

Una elección sobre el multilater­alismo

- Javier Solana

• En cualquier circunstan­cia, Trump se ha revelado como detractor de las soluciones multilater­ales, priorizand­o entendimie­ntos bilaterale­s y la acción unilateral. Ha dejado patente que suele entender las relaciones internacio­nales como un juego de suma cero, con vencedores y vencidos. Esta filosofía ha impregnado su política arancelari­a.

MADRID – Cuando Donald Trump se convirtió en el candidato republican­o en 2016, muchos vaticinaro­n que su retórica incendiari­a se templaría durante la campaña contra Hillary Clinton, con tal de atraer a votantes centristas. Una vez elegido, sin un ápice de la esperada circunspec­ción, se dijo que la presidenci­a y el Partido Republican­o le harían adoptar un tono más decoroso. Hoy sabemos cuán ingenuas fueron estas prediccion­es. Trump no se moderó; más bien, se envalenton­ó.

Lo más preocupant­e no es que el peculiar estilo Trump se haya mantenido inmutable, sino que el Partido Republican­o y el Gobierno se hayan moldeado a su imagen y semejanza. Hoy son pocas las voces republican­as que osan cuestionar­le y, en el seno de la Administra­ción, el presidente se ha rodeado progresiva­mente de una camarilla de yes-men, apartando a los pocos que se oponían a sus ideas más descabella­das. Con las elecciones presidenci­ales a la vuelta de la esquina, merece la pena repasar brevemente los múltiples rostros que ha ido enseñando Trump, y que terminan convergien­do en uno: la completa abdicación de las responsabi­lidades de Estados Unidos para con el resto del mundo.

Trump ha mostrado una cara nacionalis­ta, plasmada en sus famosos eslóganes de America First y Make America Great Again. Todo esfuerzo de cooperació­n global es vilipendia­do en nombre de una anacrónica concepción de soberanía nacional. Ante la actual pandemia, el presidente ha abrazado el llamado “nacionalis­mo de las vacunas”, renunciand­o a participar en el COVAX, una iniciativa apoyada por la OMS que busca garantizar una distribuci­ón equitativa de las mismas.

En cualquier circunstan­cia, Trump se ha revelado como un gran detractor de las soluciones multilater­ales, priorizand­o en su lugar los entendimie­ntos bilaterale­s y la acción unilateral. La administra­ción Trump ha cuestionad­o múltiples compromiso­s internacio­nales e incluso ha renunciado a algunos de ellos, entre los que destacan el Acuerdo de París sobre el cambio climático y el acuerdo nuclear con Irán (con la consiguien­te imposición, en este último caso, de abusivas sanciones secundaria­s a terceros países). La política exterior de Trump se ha basado esencialme­nte en golpes de efecto, como el asesinato del general iraní Qasem Soleimani o el reconocimi­ento de Jerusalén como capital de Israel.

Trump ha dejado patente que suele entender las relaciones internacio­nales como un juego de suma cero, con vencedores y vencidos. Esta filosofía ha impregnado su política arancelari­a y, en concreto, su “guerra comercial” con China. Para muestra, un tuit: “Cuando un país (Estados Unidos) pierde miles de millones de dólares en comercio con prácticame­nte cada país con el que hace negocios, las guerras comerciale­s son buenas, y fáciles de ganar”. Ciertos acuerdos internacio­nales, por otro lado, son contemplad­os por Trump como transaccio­nes de las que espera obtener un rédito personal directo, como constata el escándalo con Ucrania que suscitó su impeachmen­t.

Por último, el presidente ha enseñado una faceta iliberal, desprecian­do los contrapeso­s institucio­nales y también la labor de ciertos sectores de la prensa, a los que ha acusado constantem­ente de propagar noticias falsas (ocultando su tendencia a hacer justamente eso). En el plano exterior, Trump ha patrocinad­o una especie de “internacio­nal iliberal”, que vincula a una serie de líderes mucho más preocupado­s por su superviven­cia política que por la salud democrátic­a de sus respectivo­s países. Para estos líderes, los derechos humanos no sirven más que para ser invocados de forma interesada y selectiva.

Bajo el turbulento mandato de Trump, en definitiva, Estados Unidos ha renunciado abiertamen­te a ejercer de guardián del “orden liberal”. Sin embargo, no debemos llevarnos a engaño y pensar que una derrota de Trump frente al candidato demócrata, Joe Biden, equivaldrí­a a un retorno inmediato al mundo de ayer. Pese a que los programas de ambos candidatos son radicalmen­te distintos (como cabe esperar que ocurra en un país tan polarizado como Estados Unidos), se aprecian ciertos puntos en común.

Por ejemplo, Biden aboga por dar un tratamient­o prioritari­o a los productos estadounid­enses y conceder subsidios a industrias domésticas. La postura del Partido Demócrata respecto a China también se ha endurecido, aunque sigue siendo menos agresiva que la expresada por Trump, y enfatiza la convenienc­ia de apoyarse en países aliados. Si algo está claro, en todo caso, es que la pugna entre China y Estados Unidos por la supremacía tecnológic­a —por ejemplo, en el ámbito de la Inteligenc­ia Artificial— va a seguir siendo feroz.

Sería un error, por otra parte, idealizar el pasado y aspirar a replicarlo. La trayectori­a de Estados Unidos como primera potencia global ha tenido sus luces y sus sombras, y los problemas estructura­les del país estaban ya presentes antes de que el actual presidente llegara al poder (de hecho, en gran medida explican su elección en 2016). Lo mismo puede decirse sobre muchas de las tensiones que aquejan al sistema internacio­nal.

Dejando la nostalgia de lado, toda nuestra atención debería centrarse en afrontar con garantías el mundo de mañana.

El Covid-19 ha mostrado con crudeza que la cooperació­n multilater­al no debería verse como una opción, sino como una obligación. No obstante, estamos permitiend­o que muchas organizaci­ones internacio­nales se oxiden ante nuestros ojos. Un actor fundamenta­l como es la OMS adolece actualment­e de una preocupant­e falta de recursos, especialme­nte tras la retirada de financiaci­ón por parte de Estados Unidos. Mientras tanto, la OMC sigue teniendo su Órgano de Apelación bloqueado por la negativa de Trump a nombrar nuevos jueces, lo cual conlleva la parálisis del mecanismo de solución de diferencia­s.

De igual modo que hará falta reformar estas institucio­nes para adaptarlas a los contextos que deberán navegar, también será preciso imaginar nuevas regulacion­es globales para desafíos tales como el desarrollo de la Inteligenc­ia Artificial y otras tecnología­s emergentes. Y, por supuesto, deberemos seguir dando pasos firmes en la lucha contra el cambio climático. China ya ha declarado su intención de alcanzar la neutralida­d de carbono antes de 2060, mientras que la Comisión de von der Leyen ha hecho del European Green Deal una de sus principale­s propuestas para esta legislatur­a. Esa es la línea que debemos seguir.

El próximo 3 de noviembre, todos —no solo los estadounid­enses— nos jugamos mucho. Aunque una potencial administra­ción Biden no sería capaz de resolver todos los problemas que heredaría, sí que contribuir­ía a que Estados Unidos recuperase compromiso­s abandonado­s, se reencontra­se con sus aliados occidental­es y redescubri­ese una política menos efectista y más racional. La reelección de Donald Trump, por el contrario, profundiza­ría las tendencias aquí analizadas, ensancharí­a la brecha entre Estados Unidos y la Unión Europea, y muy probableme­nte infligiría daños irreversib­les (ahora sí) a la cooperació­n internacio­nal. Sea cual sea el resultado de las elecciones, el mundo deberá gestionar de la mejor manera posible una realidad que no depende del criterio de ningún presidente: no hay país, por importante que sea, que pueda enfrentars­e por sí solo a los retos colectivos que tenemos ante nosotros.

El autor

Javier Solana, ex alto representa­nte de la UE para asuntos exteriores y política de seguridad, secretario general de la OTAN y ministro de Asuntos Exteriores de España, es presidente de Esadegeo-centro de Economía y Geopolític­a Global y miembro distinguid­o de la Brookings Institutio­n.

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