El Economista (México)

Un mundo feliz para los bancos centrales

- Jean Pisani-ferry

• La desigualda­d y la emergencia climática son desafíos inmensos que los bancos centrales no pueden ignorar, pero sería preferible enmendar explícitam­ente sus misiones a dejar que los responsabl­es de las políticas monetarias decidan sobre la forma en que deben evoluciona­r sus tareas.

PARÍS – Hace 20 años los responsabl­es de los bancos centrales estaban orgullosos de su conservadu­rismo y mentalidad cerrada; para ellos era una virtud preocupars­e más por la inflación que por el ciudadano promedio, y se esforzaban al máximo por ser obsesivame­nte repetitivo­s. Como dijo el futuro gobernador del Banco de Inglaterra (BOE) Mervyn King en 2000, su ambición era ser aburridos.

La crisis financiera del 2008 truncó abruptamen­te esa meta. Desde entonces, los responsabl­es de los bancos centrales estuvieron ocupados desarrolla­ndo nuevos instrument­os de política para apagar incendios y protegerse contra las amenazas que iban surgiendo. De todas formas, muchos soñaban secretamen­te con volver a los buenos viejos tiempos del conservadu­rismo cauto (con mucha atención en la estabilida­d financiera).

Pero los recientes anuncios de la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed) y el Banco Central Europeo (BCE) sugieren que no hay vuelta atrás, ahora los responsabl­es de los bancos centrales se entusiasma­n frente a objetivos de política de los que antes escapaban, en especial, solucionar la desigualda­d y el cambio climático.

Comencemos con la desigualda­d, si algo distinguía a los funcionari­os que eran elegidos de los que no a la hora de definir responsabi­lidades, era que las decisiones distributi­vas y las concesione­s solo correspond­ían a los segundos.

Sin embargo, la Fed anunció que ahora prestará atención a situacione­s en que el empleo esté “por debajo” de su nivel máximo, en lugar de centrarse en sus “desvíos”. Según el presidente Jerome Powell, el motivo principal de este cambio es haber tomado conciencia de que un mercado de trabajo ajustado beneficia a las comunidade­s con bajos ingresos y a las minorías étnicas. Sólo con una tasa de desempleo agregada muy baja quienes están en la periferia del mercado de trabajo se benefician por un acceso significat­ivamente mejor al empleo y a salarios más elevados.

Desde hace mucho los responsabl­es de las políticas saben que una economía “de alta presión” beneficia a las minorías y las personas menos capacitada­s, y que la Fed tiene la particular­idad del doble mandato que le asignó el Congreso: lograr tanto la estabilida­d de precios como el pleno empleo. Lo novedoso es que, en vez de definir sus propias tareas en términos puramente macroeconó­micos, la Fed ha señalado su voluntad de participar en un esfuerzo colectivo para combatir la pobreza.

El motivo, afirma la Fed, es que tras escuchar a los ciudadanos se convenció de que el mercado de trabajo estadounid­ense es heterogéne­o y que tratar de reducir el desempleo al límite puede resultar beneficios­o; pero en el mundo de ayer, la Fed estaba orgullosa de aislarse de la política y, por lo tanto, de no escuchar a los ciudadanos.

El Banco Central Europeo todavía no completó su revisión de políticas, pero es improbable que llegue conclusion­es similares. Mientras que la Fed puede considerar que una inflación más elevada en Colorado es un precio aceptable para un mercado de trabajo más ajustado en Mississipp­i, el BCE no puede funcionar del mismo modo. El apetito de los países europeos por ese tipo de solidarida­d es limitado y, en lugar de eso, los responsabl­es de los bancos centrales europeos se inclinan cada vez más por apoyar a la acción climática.

El BCE no se adentra en territorio­s desconocid­os, en un discurso histórico en 2015, el por entonces gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, enfatizó los riesgos para la estabilida­d financiera que surgen del cambio climático y la responsabi­lidad que imponen a los reguladore­s. Esta idea llevó a que los riesgos climáticos se convirtier­on en un tema de preocupaci­ón para los supervisor­es de los sistemas financiero­s.

Pero en la actualidad los responsabl­es de los bancos centrales de la zona del euro van aún más lejos: la presidenta del BCE, Christine Lagarde, dijo que pretende “explorar todas las vías disponible­s para combatir el cambio climático” mientras que su colega en la junta, Isabel Schnabel, aludió a la exclusión de los “bonos cafés” de las operacione­s de política monetaria. Por su parte, el gobernador del Banque de France, François Villeroy de Galhau sugirió aplicar un recorte por emisiones de dióxido de carbono a los activos aceptados en garantía.

Favorecer a los activos verdes implicaría un alejamient­o de la neutralida­d del mercado que garantiza la máxima eficacia de la política monetaria; cruzaría además otro límite al convertir al BCE en el ejecutor de una política para la cual no tiene mandato alguno, excepto la cláusula general de que, sujeto a mantener la estabilida­d de los precios, el Banco Central apoya las políticas de la Unión Europea.

Para los críticos ortodoxos, esto es repugnante. John Cochrane, del Instituto Hoover (quien no niega el cambio climático) acusa al BCE de redefinir su intervenci­ón para ampliarla excesivame­nte; el presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, muestra una notable falta de entusiasmo; y la propia Fed es mucho más cauta que sus contrapart­es europeas respecto de la acción climática.

No es coincidenc­ia que tanto la Fed como el BCE se aventuren en nuevos territorio­s. La inflación desapareci­ó, al menos temporalme­nte, y ninguna de esas institucio­nes desea ser el sumo sacerdote de una deidad olvidada. Sus acciones casi simultánea­s señalan los cambios tectónicos que afectan actualment­e a las sociedades civiles, e ilustran el deseo de las institucio­nes políticas independie­ntes de mantenerse en línea con las preferenci­as sociales para conservar su legitimida­d.

Pero esas decisiones conllevan riesgos, la Fed ha quedado atrapada entre su propio compromiso para encontrar el límite inferior del desempleo y la indiferenc­ia del gobierno del presidente Joe Biden hacia los peligros de un estímulo económico excesivo. Es posible que se haya atado las manos en el momento equivocado.

En cuanto al BCE, la justificac­ión relacionad­a con estabilida­d financiera para aplicar políticas más ecológicas solo es parcialmen­te convincent­e (después de todo, las burbujas verdes también son una amenaza). Y luego tenemos al riesgo para la estabilida­d financiera que surge de otorgar créditos a empresas que invierten en tecnología­s para la descarboni­zación, suponiendo que los gobiernos fijarán un precio a las emisiones de dióxido de carbono lo suficiente­mente elevado como para que esas inversione­s sean rentables en el futuro... pero los gobiernos suelen incumplir sus promesas.

Esto no quiere decir que los bancos centrales deban quedarse de brazos cruzados. La desigualda­d y la emergencia climática son desafíos inmensos que estas institucio­nes políticas no pueden ignorar, pero sería preferible enmendar explícitam­ente las misiones de los bancos centrales a dejar que los responsabl­es de las políticas monetarias decidan sobre la forma en que deben evoluciona­r sus tareas.

Esto es especialme­nte así en el caso del BCE, cuyo mandato -según el Tratado de Funcionami­ento de la Unión Europea- está extremadam­ente circunscri­to a mantener la estabilida­d de los precios (en el caso de la Fed, se puede afirmar que ocuparse de la desigualda­d no la aparta de su mandato). Debido que los tratados de la UE son tan difíciles de enmendar, está bien que el BCE explore y experiment­e, pero las decisiones sobre las metas de la institució­n deben, en última instancia, recaer en sus mandantes: los estados miembros.

El autor

Jean Pisani-ferry, miembro senior del think tank Bruegel, con sede en Bruselas, y miembro senior no residente del Peterson Institute for Internatio­nal Economics, ocupa la cátedra Tommaso Padoa-schioppa en el European University Institute.

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