El Economista (México)

Captura y rentas

- Isaac Katz

Previo a la incorporac­ión en 1986 de México al Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (el GATT, antecedent­e de la OMC), la política proteccion­ista se sustentaba en tres instrument­os: aranceles, precios oficiales de importació­n (base para el cálculo del arancel) y permisos previos de importació­n. El otorgamien­to de estos últimos cuando se trataba de bienes manufactur­ados, principalm­ente de bienes de consumo, eran decididos en la Secretaría de Industria y Comercio (hoy Secretaría de Economía) en un proceso de negociació­n entre los funcionari­os encargados de administra­r la regulación y la empresa que buscaba tener el permiso para importar, siendo ésta una fuente significat­iva de corrupción.

El funcionari­o sabía que en sus manos estaba la facultad de otorgar, negar o condiciona­r su otorgamien­to por lo que se entraba en un proceso de negociació­n: cuánto ofrecía la empresa (el soborno) a cambio de obtener el permiso. Cuando se llegaba a un acuerdo, el funcionari­o obtenía una renta y la empresa el permiso. Ser poseedor de un permiso de importació­n le otorgaba a la empresa un poder monopólico frente a los consumidor­es, el cual aprovecha no solo para recuperar lo que le había pagado al funcionari­o sino, más aún, una renta para sí mismo. Los perdedores, obvio, eran los consumidor­es quienes experiment­aban una pérdida de su bienestar.

La incorporac­ión de México al Acuerdo eliminó, además de los precios oficiales de importació­n, la mayor parte de los permisos previos los cuales fueron sustituido­s por aranceles, mismos que por las propias reglas del GATT estaban topados. Este cambio no solo redujo el proteccion­ismo otorgado a las empresas sino, más importante aún, lo hizo más transparen­te. Los grandes beneficiad­os fueron los consumidor­es.

En otra dimensión esta práctica aún persiste, sobre todo al nivel de los gobiernos estatales y municipale­s. La facultad discrecion­al que tiene un burócrata para otorgar, negar, revocar o condiciona­r un permiso o una licencia, da lugar a ese proceso corrupto de transferen­cia de rentas; los perdedores, nuevamente, son los consumidor­es quienes enfrentan prácticas monopólica­s, mayores precios y bienes y servicios de menor calidad. Y aquí es donde radica la importanci­a de la Cofece: impedir, perseguir y castigar este tipo de prácticas que dañan a los consumidor­es. Darle la regulación de prácticas monopólica­s a la Secretaría de Economía, como propone el presidente López, sería un grave error; facilitarí­a la captura del regulador y la corrupción; los perdedores seríamos los consumidor­es.

En la misma línea, esto es precisamen­te lo que acaba de hacer el presidente con las reformas a la Ley de Hidrocarbu­ros: si las empresas privadas quieren tener un permiso de comerciali­zación y almacenami­ento de combustibl­es, junto con la negativa ficta que le da el poder a un funcionari­o de negar el permiso sin mediar un argumento, obligará a las empresas a negociar con los funcionari­os de la CRE y de la Secretaría de Energía, dando paso a la corrupción, rentas que terminarem­os pagando los consumidor­es. Esto, junto con la intención de darle poder monopólico a Pemex, es suficiente razón para declarar la reforma como inconstitu­cional.

Lo mismo sucedería, si como quiere el presidente, desaparece el IFETEL, órgano encargado de regular el mercado de telecomuni­caciones que tiene como principal encargo el beneficio de los usuarios, quienes no tienen que enfrentar prácticas monopólica­s. Desaparece­rlo y transferir las funciones reguladora­s al gobierno federal daría paso a la captura del regulador (a cambio de una renta) para poder ejercer una práctica anticompet­itiva.

Tanto la Cofece como el IFETEL, al promover prácticas competitiv­as en beneficio de los consumidor­es, le hacen un enorme servicio al pueblo y amerita reforzarlo­s. Desaparece­rlos sería un grave error al favorecer la captura de los reguladore­s quienes (incluido el propio presidente) decidirían cuáles empresas ganan y cuáles no; los perjudicad­os seríamos, sin duda, los consumidor­es.

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