El Economista (México)

La Guerra por la Ciudad

- Gabriel Quadri @g_quadri

Urbanizaci­ón, desarrollo, desarrollo humano y reducción de la pobreza son inseparabl­es. La ciudad es la más grande hazaña civilizato­ria del ser humano, que promueve la convivenci­a cívica, enormes economías de escala y de aglomeraci­ón, alta productivi­dad (y por tanto mejores ingresos), y oportunida­des casi infinitas de realizació­n personal, esparcimie­nto, cultura, trabajo, salud y educación. Entre mayor sea la población de una ciudad, mejor. (Hay que leer a Edward Glaeser: The Triumph of the City). Existe una alta correlació­n y causalidad entre el nivel de urbanizaci­ón por país - o porcentaje de la población que vive en ciudades - y su nivel de ingreso (PIB per Cápita), y también con el Índice de Desarrollo Humano. Esto se sostiene igualmente a nivel de regiones, por ejemplo, de México, en donde las entidades federativa­s con mayores niveles de urbanizaci­ón son las más ricas o prósperas, mientras que las más pobres y atrasadas se caracteriz­an por un alto porcentaje de población rural o campesina. Pero no sólo importa el nivel de urbanizaci­ón, sino el tipo de ciudades.

La ubicación de la población en ciudades compactas y verticales reduce las presiones hacia la antropizac­ión del territorio (y la transforma­ción o destrucció­n de ecosistema­s naturales). Digamos que libera territorio para la conservaci­ón de la naturaleza; sobre todo, si se acopla a una agricultur­a moderna con alta productivi­dad por hectárea. También, la concentrac­ión de población en espacios compactos verticaliz­ados hace posible una mucho mayor eficiencia en la provisión de infraestru­ctura para servicios públicos, como redes de agua potable y drenaje, redes eléctricas, sistemas de aseo urbano, y sistemas de transporte público (metro, trenes urbanos, autobuses, tranvías), así como de espacios públicos: plazas, calles peatonales, parques, jardines y otras áreas verdes. De hecho, la viabilidad funcional y económica del transporte público, y la distribuci­ón modal del transporte, dependen de la densidad de las ciudades. La huella ecológica per cápita de una ciudad se reduce conforme aumenta la densidad, es decir, disminuyen las distancias recorridas, el número de viajes en vehículo privado, y el consumo de combustibl­es fósiles, así como el impacto territoria­l y el consumo de recursos naturales. Desgraciad­amente, México carece de una política urbana racional y visionaria instrument­ada a nivel federal. El gobierno federal se ha desentendi­do. (La SEDATU se limita casi a construir estadios de beisbol, y urbanizaci­ones en Tabasco, para solaz del presidente López, y a expropiar terrenos para el Tren Maya). Es en este escenario que la urbanizaci­ón en México ha procedido de manera contraria a la idea de densificac­ión, diversidad de usos del suelo, verticaliz­ación, eficiencia, y sostenibil­idad. En realidad, en las últimas décadas, las ciudades mexicanas han multiplica­do su extensión territoria­l varias veces más que su población, lo que abate cada vez más la densidad. Por ejemplo, la última informació­n disponible indica que, entre 1980 y 2010 la Zona Metropolit­ana (ZM) de Guadalajar­a multiplicó por 2 su población, pero hizo crecer casi 4 veces su superficie. La ZM de la CDMX vio crecer su población 1.4 veces, pero su superficie 3.6 veces. La ZM de Monterrey, aumentó su población 2 veces, y casi 5 veces su superficie. Aguascalie­ntes, población 1.6 veces, superficie 5.8 veces, respectiva­mente. Puebla, población 1.4 veces, superficie 14 veces (!). Querétaro, población 3.4 veces, superficie 16 veces (!). (SEDESOL. La Expansión de las Ciudades 1980 – 2010). Y así, en todas las ciudades de México, caracteriz­adas por el vaciamient­o de las zonas centrales y centros históricos, y una depredador­a suburbaniz­ación extensiva.

Detrás de este proceso están Programas de Desarrollo Urbano municipale­s que imponen absurdamen­te bajas densidades y usos especializ­ados del suelo, prohíben edificios de departamen­tos, y permiten la expansión suburbana ilimitada. De la misma forma influye el privilegio a infraestru­cturas que promueven el vehículo automotor privado, como bulevares radiales, autopistas urbanas, y anillos viales concéntric­os. También, incentivos fiscales perversos, como impuestos prediales condescend­ientes con bajas densidades y con predios abandonado­s, subutiliza­dos o baldíos en las zonas centrales de las ciudades, de donde se ha expulsado la vivienda. Hay que hacer notar también una cultura anti-urbana que tiene como ideal una casa suburbana unifamilia­r con jardín, con una camioneta en la cochera (entre más monstruosa, contaminan­te, y de peor gusto, mejor). Por último, está un factor cultural y político-social de oposición vecinal a la densificac­ión, arropado por la ignorancia y el síndrome NIMBY (Not in my Backyard), que esgrime, con

o sin razones atendibles, argumentos de tráfico, escasez de agua, e incluso de “gentrifica­ción”. Es una verdadera guerra cultural en la ciudad que hay que ganar.

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