La Guerra por la Ciudad
Urbanización, desarrollo, desarrollo humano y reducción de la pobreza son inseparables. La ciudad es la más grande hazaña civilizatoria del ser humano, que promueve la convivencia cívica, enormes economías de escala y de aglomeración, alta productividad (y por tanto mejores ingresos), y oportunidades casi infinitas de realización personal, esparcimiento, cultura, trabajo, salud y educación. Entre mayor sea la población de una ciudad, mejor. (Hay que leer a Edward Glaeser: The Triumph of the City). Existe una alta correlación y causalidad entre el nivel de urbanización por país - o porcentaje de la población que vive en ciudades - y su nivel de ingreso (PIB per Cápita), y también con el Índice de Desarrollo Humano. Esto se sostiene igualmente a nivel de regiones, por ejemplo, de México, en donde las entidades federativas con mayores niveles de urbanización son las más ricas o prósperas, mientras que las más pobres y atrasadas se caracterizan por un alto porcentaje de población rural o campesina. Pero no sólo importa el nivel de urbanización, sino el tipo de ciudades.
La ubicación de la población en ciudades compactas y verticales reduce las presiones hacia la antropización del territorio (y la transformación o destrucción de ecosistemas naturales). Digamos que libera territorio para la conservación de la naturaleza; sobre todo, si se acopla a una agricultura moderna con alta productividad por hectárea. También, la concentración de población en espacios compactos verticalizados hace posible una mucho mayor eficiencia en la provisión de infraestructura para servicios públicos, como redes de agua potable y drenaje, redes eléctricas, sistemas de aseo urbano, y sistemas de transporte público (metro, trenes urbanos, autobuses, tranvías), así como de espacios públicos: plazas, calles peatonales, parques, jardines y otras áreas verdes. De hecho, la viabilidad funcional y económica del transporte público, y la distribución modal del transporte, dependen de la densidad de las ciudades. La huella ecológica per cápita de una ciudad se reduce conforme aumenta la densidad, es decir, disminuyen las distancias recorridas, el número de viajes en vehículo privado, y el consumo de combustibles fósiles, así como el impacto territorial y el consumo de recursos naturales. Desgraciadamente, México carece de una política urbana racional y visionaria instrumentada a nivel federal. El gobierno federal se ha desentendido. (La SEDATU se limita casi a construir estadios de beisbol, y urbanizaciones en Tabasco, para solaz del presidente López, y a expropiar terrenos para el Tren Maya). Es en este escenario que la urbanización en México ha procedido de manera contraria a la idea de densificación, diversidad de usos del suelo, verticalización, eficiencia, y sostenibilidad. En realidad, en las últimas décadas, las ciudades mexicanas han multiplicado su extensión territorial varias veces más que su población, lo que abate cada vez más la densidad. Por ejemplo, la última información disponible indica que, entre 1980 y 2010 la Zona Metropolitana (ZM) de Guadalajara multiplicó por 2 su población, pero hizo crecer casi 4 veces su superficie. La ZM de la CDMX vio crecer su población 1.4 veces, pero su superficie 3.6 veces. La ZM de Monterrey, aumentó su población 2 veces, y casi 5 veces su superficie. Aguascalientes, población 1.6 veces, superficie 5.8 veces, respectivamente. Puebla, población 1.4 veces, superficie 14 veces (!). Querétaro, población 3.4 veces, superficie 16 veces (!). (SEDESOL. La Expansión de las Ciudades 1980 – 2010). Y así, en todas las ciudades de México, caracterizadas por el vaciamiento de las zonas centrales y centros históricos, y una depredadora suburbanización extensiva.
Detrás de este proceso están Programas de Desarrollo Urbano municipales que imponen absurdamente bajas densidades y usos especializados del suelo, prohíben edificios de departamentos, y permiten la expansión suburbana ilimitada. De la misma forma influye el privilegio a infraestructuras que promueven el vehículo automotor privado, como bulevares radiales, autopistas urbanas, y anillos viales concéntricos. También, incentivos fiscales perversos, como impuestos prediales condescendientes con bajas densidades y con predios abandonados, subutilizados o baldíos en las zonas centrales de las ciudades, de donde se ha expulsado la vivienda. Hay que hacer notar también una cultura anti-urbana que tiene como ideal una casa suburbana unifamiliar con jardín, con una camioneta en la cochera (entre más monstruosa, contaminante, y de peor gusto, mejor). Por último, está un factor cultural y político-social de oposición vecinal a la densificación, arropado por la ignorancia y el síndrome NIMBY (Not in my Backyard), que esgrime, con
o sin razones atendibles, argumentos de tráfico, escasez de agua, e incluso de “gentrificación”. Es una verdadera guerra cultural en la ciudad que hay que ganar.