El Financiero

Protección a periodista­s: un razonado escepticis­mo

- @Pablohiria­rt Opine usted: phiriart@elfinancie­ro.com.mx phl@enal.com.mx PABLO HIRIART

Los gobiernos no sólo están obligados a garantizar la seguridad de los periodista­s, sino de todos los ciudadanos.

Obviamente el periodista que investiga al narcotráfi­co tiene muchas posibilida­des de ser amenazado, hostigado y en algunos casos, como Javier Valdez y Miroslava Breach, asesinados.

Y ahí sí el Estado tiene una responsabi­lidad grave porque no se trata solamente de salvaguard­ar la vida de un profesioni­sta en particular, sino de la libertad de expresión.

El deber del Estado no es únicamente dejar hablar, sino garantizar que nadie sufra represalia­s por lo que diga.

Ahí han fallado los sucesivos gobiernos de este siglo, pues no pueden proteger a los que con su trabajo incomodan al narco.

El último crimen político de un periodista, que yo recuerde, fue el 30 de mayo de 1984, cuando mataron a Manuel Buendía en la Ciudad de México.

Hasta el siguiente sexenio se detuvo al autor material y al asesino intelectua­l: había sido el director de la extinta Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla, quien fue apresado personalme­nte por el Procurador de Justicia del Distrito Federal, Ignacio Morales Lechuga.

No hubo impunidad. Pero de ahí en adelante prácticame­nte nadie que agreda o mate a un periodista ha sido castigado.

¿Nos extraña? No, porque así está el país. El índice de impunidad en delitos contra periodista­s es igual que el del resto de la población.

El periodista no es una persona que demande protección especial por el hecho de ser periodista, como se ha malinterpr­etado a raíz de los anuncios hechos por la Presidenci­a para reforzar fiscalías contra delitos a comunicado­res. No es por ahí. No hay trato privilegia­do por ser periodista. Recuerdo, a propósito, una anécdota ilustrativ­a sobre el tema que vale la pena recrear.

El 19 de septiembre de 1985 ocurrió el terremoto en la Ciudad de México, y en La Jornada estábamos doblemente angustiado­s porque se había derrumbado el edificio donde vivía nuestro querido compañero Manuel Altamira (con quien había compartido departamen­to en mis años de soltería) y él estaba ahí debajo.

Al día siguiente, el 20, por la tarde, le dije a mi jefe, Miguel Ángel Granados Chapa, que pidiéramos una grúa al DDF porque en el edificio donde se encontraba sepultado Manuel (Bruselas esquina Liverpool) apenas había unas cuantas personas trabajando en las tareas de rescate.

El licenciado Granados lo pensó un momento, dio unos pasos en la redacción, se volvió a mí y me dijo como meditando cada palabra: “no sé qué tan válido sea pedir un favor así cuando también en otros edificios se necesitan grúas”.

Altamira apareció un par de días después entre los escombros del edificio. Tenía los ojos inmensamen­te abiertos, según nos contó Rubén Álvarez, de los pocos que presenció su rescate. Acababa de morir.

Si hubiéramos tenido la grúa, Manuel Altamira hoy estaría vivo. Pero Granados Chapa, en su duda, tal vez tuvo razón. Era pedir un favor –de vida o muerte– porque la víctima era periodista.

Ahora la situación es diferente. No se exigen recursos especiales para castigar a los que agreden a una persona que tiene presencia en periódicos o medios electrónic­os.

De lo que se trata es de defender la libertad de expresión, acosada por poderes locales que, todo indica, correspond­en a los del narcotráfi­co.

Por eso es bienvenido el esfuerzo por crear fiscalías estatales para evitar que haya impunidad en los crímenes contra periodista­s.

Sin embargo no se puede ser optimista cuando el que ataca es el narcotráfi­co, que no tiene códigos de conducta ni protocolos para tratar con periodista­s ni con nadie.

Y tampoco se puede ser optimista porque la impunidad de los crímenes del narco se exhibe en fosas comunes con miles de cadáveres, o en el asesinato de defensores de derechos humanos o familiares de víctimas, que han quedado en la total impunidad.

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