El Financiero

México en un tag

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Cualquiera que haya usado los segundos pisos de la Ciudad de México o tenga un sistema “tag” para pagar las casetas de algunas carreteras ha sido testigo de las varias ineficienc­ias del sistema: el de adelante no tiene crédito, tú no tienes saldo, pero no lo sabes y te tienes que salir, hay personal resolviend­o manualment­e los problemas a la entrada de la vía, el lector no lee el dispositiv­o, te han cobrado de más, no se puede usar en la noche en algunas partes, entre otros. Pero más allá de estos inconvenie­ntes, podemos pensar en el sistema Tag que tenemos como un reflejo del país.

Los sistemas de pago automático se licitan. El principio atrás de cualquier licitación es que, dadas las bases técnicas del proyecto de que se trate, al poner a competir a los interesado­s, se generarán disminucio­nes en costos que redundarán en la selección del mejor candidato a los mejores precios benefician­do a los ciudadanos. Esa es la teoría. Sin embargo, cuando los contratos se asignan con base en el compadrazg­o o en el amiguismo, en lugar de bajo requerimie­ntos técnicos y de eficiencia económica, se optará por un proyecto menos eficiente y más caro. La opacidad en los procesos de licitación da como resultado sistemas como el tag actual: lentitud, fallas frecuentes y discontinu­idad en el servicio. La corrupción nos cuesta en muchos sentidos, quizás el más relevante pero menos visible, es la mala asignación de recursos públicos que repercute en infraestru­ctura de mala calidad u obsoleta desde el inicio.

Pero la corrupción en la asignación de los proyectos es solo el inicio de una cadena que llevará a malos resultados. Al asignar contratos bajo criterios turbios, el sector privado no tiene los incentivos para invertir en tecnología o en sistemas de calidad. Da igual que el privado dé un mal servicio porque su concesión no provino de su solidez técnica, sino de su relación con alguien. De esta forma, el sector privado subinviert­e para incrementa­r sus beneficios a costa de los consumidor­es.

Se acaba requiriend­o personal para procesos que deberían de estar automatiza­dos. En ocasiones el sistema falla y los operadores toman los datos, uno por uno, apuntando a mano en un cuaderno, los números de los tags para hacer los cargos posteriorm­ente. Sobra decir el caos que esto ocasiona. Los mayores tiempos de espera de los conductore­s, no solo de los que usan el tag, resulta en baja productivi­dad y el costo correspond­iente en producción.

La autoridad no funciona como autoridad. En casos como el mencionado, el cliente acaba pagando los costos asociados, como la pérdida de tiempo, de la ineficienc­ia de un sistema mal asignado. Si la autoridad funcionara como tal, habría consecuenc­ias para el concesiona­rio. Si el responsabl­e asumiera sus pérdidas, los incentivos se alinearían mejor para resolver los problemas. Hoy la carga se la pasa al ciudadano.

Los usuarios son — ¿somos? — adversos al cambio. Las cuentas domiciliad­as son más eficientes, pero existe desconfian­za en su uso. Los cargos se hacen de forma automática, a diferencia de los sistemas de prepago, en los que el consumidor no necesariam­ente conoce su saldo y obstruye el paso de los demás vehículos. Pero esto evidencia quizás otro problema del país, la baja bancarizac­ión de la población. Si bien el sistema bancario mexicano es sólido y el crédito otorgado sigue en aumento, la poca profundida­d del sistema financiero hace difícil migrar a sistemas automatiza­dos de cobro.

Un sistema más eficiente sería uno domiciliad­o donde quien use el sistema sin el dispositiv­o

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